De lo real maravilloso
americano
Originalmente publicado
en
Tientos y diferencias
Montevideo: Arca,
1967
Tomado de la edición
Calicanto:
Buenos Aires: Calicanto
Editorial, 1976, pp. 83-99
Là-bas tout n’est que luxe, calme et volupté. La invitación
al viaje. Lo remoto. Lo distante, lo distinto. La langoureuse Asie et la
brûllante Afrique de Baudelaire... Vengo de la República Popular
China. He sido sensible a la nada ficticia belleza de Pekín, con
sus casas negras, sus techos de tejas vitrificadas en un naranjo intenso
donde retoza una fabulosa fauna doméstica de dragoncillos tutelares,
de grifos encrespados, de graciosos penates zoológicos cuyos nombres
ignoro; me he detenido, asombrado, ante las piedras montadas en pedestales,
puestas a contemplación como objetos de arte, que se ofrecen en
uno de los patios del Palacio de Verano: afirmación en hechos y
presencia de una noción no figurativa del arte, ignorada por las
declaraciones de principio de los artistas occidentales no figurativos,
magnificación del ready-made de Marcel Duchamp, cántico de
las texturas, de las proporciones fortuitas, defensa del derecho de elección
qué tiene el artista, detector de realidades, sobre ciertas materias
o materiales que, sin haber sido trabajados por la mano humana, surgen
de su ámbito propio con una belleza original que es la belleza
del universo. He admirado la sutileza arquitectónica, comedida y
ligera, de Nankín; las fuertes murallas sino-medievales de Nang-Chang,
orladas en blanco sobre la adusta oscuridad de las paredes de choque; me
he confundido con las multitudes bulliciosas de Shanghai, gimnásticas
y divertidas, viviendo en una ciudad de esquinas redondas (sic) que, por
lo mismo, ignora la angularidad occidental de las esquinas. He visto, desde
los malecones de la ciudad, durante horas, el paso de los sampanes de velamen
cuadrado, y volando luego sobre el país, a muy baja altitud, he
podido entender el papel enorme que las nieblas y neblinas, las brumas
y nubes detenidas, desempeñan en la prodigiosa imaginería
paisajista de los pintores chinos. También, contemplando los arrozales,
viendo el trabajo de labradores vestidos de juncos trenzados, he entendido
las funciones desempeñadas por el verde tierno, el rosado,
el amarillo, los difuminos, en el arte chino. Y, sin embargo, a pesar
de haber pasado horas frente a los puestos esquineros de agua caliente
servida en vaso, de los mostradores de peces colorados y dedibujados
a la vez por el movimiento encubridor de sus aletas levemente abanicadas;
después de escuchar los cuentos de narradores de cuentos que no
entiendo; después de haberme admirado ante la obra maestra, en belleza
y proporciones, de una prodigiosa esfera armilar que, montada sobre cuatro
dragones, combina portentosamente la armoniosa geometría de
los astros con el encrespamiento heráldico de los monstruos
telúricos, en el Museo de Pekín; después de visitar
los viejos observatorios, erizados de aparatos singulares, pasmosos
por una operación de mensuración sideral cuya trascendencia
escapa a nuestras nociones keplerianas; después de haberme cobijado
a la sombra fría de las grandes puertas, de la casi femenina
Torre-Pagoda de Shanghai, enorme y tierna mazorca de ventanas y aleros
punzantes, de haberme maravillado ante la relojera eficiencia de los
teatros títeres, regreso hacia el poniente con una cierta melancolía.
He visto cosas profundamente interesantes. Pero no estoy seguro de
haberlas entendido. Para entenderlas realmente —y no con la aquiescencia
del papanatas, del turista que en suma he sido— hubiese sido necesario
conocer el idioma, tener nociones claras acerca de una de las culturas
más antiguas del mundo: conoces las palabras claras del dragón
y de la máscara. Me he divertido mucho, ciertamente, con las Increíbles
acrobacias de los autores de un teatro que, para el consumo de occidente,
se califica de ópera, cuando no es sino la realización
cimera de lo que ha querido conseguirse en el espectáculo total
—obsesión generalmente insatisfecha de nuestros 'autores dramáticos,
directores y escenógrafos—. Pero las acrobacias de quienes interpretaban
óperas que jamás pensaron en ser óperas, sólo
eran el complemento de una materia verbal que me es inaccesible de por
vida. Dicen que Judith Gautier dominaba la lectura del Idioma chino a la
edad de veinte años. (No creo que “hablara el chino”, porque el
chino no se habla, ya que el pequinés, por ejemplo, no es entendido
a cien kilómetros de Pekín, ni tiene que ver con el pintoresco
cantonés o el dialecto semimeridional de Shanghai, aunque la escritura
sea la misma para todos los idiomas en presencia, elemento de inteligibilidad
general). Pero, en cuanto a mí, sé que no me bastarían
los años que me quedan de existencia para llegar a un entendimiento
verdadero, cabal, de la cultura y de la civilización de China. Me
falta, para ello, un entendimiento de los textos. De los textos que se
inscriben en las estelas que sobre sus carapachos de piedra yerguen las
enormes tortugas —símbolos de la longevidad, me dijeron— que
pueblan, andando sin andar, tan antiguas que se les ignora la fecha de
nacimiento, señoreando acequias y labrantíos, los aledaños
de la gran ciudad de Pekín.
2
Vengo del Islam. Me he emocionado gratamente ante paisajes tan sosegados,
tan deslindados por la mano del sembrador y la mano de las podadoras, tan
ajeno a todo elemento vegetal superfluo —con la presencia de sus rosales
y granados con algún surtidor por fondo— que pude evocar, ante ellos,
la gracia de algunas de las mejores miniaturas persas, aunque, a la
verdad, hallándome bastante lejos del Irán y sin saber, a
ciencia cierta, si las miniaturas evocadas tenían mucho que ver
con eso. Anduve por calles silenciosas, perdiéndome en laberintos
de casas sin ventanas, escoltado por el fabuloso olor a grasa de carnero
que es característico del Asia Central. Me admiré ante la
diversidad de manifestaciones de un arte que sabe renovarse y jugar con
las materias, con las texturas, venciendo el temible escollo de la
prohibición —aún muy observada— de figurar la figura humana.
Pensé que en eso de amar las texturas, los serenos equilibrios geométricos
o los enrevesamientos sutiles, los artistas mahometanos daban muestras
de una imaginación en la inventiva abstracta que sólo
es comparable a la que puede contemplarse, yendo a México, en el
pegueño y maravilloso patio del Templo de Mitla. (Para ellos el
arte verdadero sigue siendo rigurosamente no figurativo, mantenido
a una altanera distancia de donde se polemiza en torno a realismos harto
manoseados...) . Fin sensible ala esbeltez de los alminares, a la policromía
de los mosaicos, a la potente sonoridad de las guzlas, al sabor milenario,
precoránico, de los panes sin levadura, desprendidos por peso propio,
al alcanzar su punto, del horno del tahonera. Volé sobre el mar
de Aral, tan raro, tan extraño, en formas, colores y contornos,
como el lago Baikal., aquel que me admira por sus complementos montañosos,
sus rarezas zoológicas; por lo mucho que tal lugar remoto tiene
común, en la extensión, la desmesura, la repetición
—inacabable taigá, trasunto de nuestra selva; inacabable Ienissei,
acrecido a cinco leguas de ancho (cito a Vsévolod Ivanov) por lluvias
semejantes a las que acrecen algún Orinoco en las mismas cinco o
seis leguas de sus desbordamientos... Pero, sin embargo, al regresar,
me invadió la gran melancolía de quien quiso entender y entendió
a medias. Para entender el Islam apenas entrevisto, me hubiese sido preciso
conocer algún idioma allí hablado, tener noticias de
algún antecedente literario (algo más consistente, desde
luego, que el de los Rubayatas leídos en español, o de las
andanzas de Aladino o de Simbad, o de las músicas de Thamar de Balakirev,
o de Sheherezada o Antar de Rimski-Kórsakov...), de la filosofía,
si es que la hubiese en verdadera función filosófica, de
la gran literatura Gnómick de aquel vasto inundo donde ciertos
principios atávicos siguen pesando sobre las mentes, aunque
distintas contingencias políticas hayan quedado atrás. Pero
quien quiso entender, entendió a medias, porque desconocía
el idioma o los idiomas que allí se hablaban. Se enfrentaba, en
las librerías, con tomos herméticos cuyos títulos
se dibujaban en signos arcanos. Conocer esos signos hubiese sido mi deseo.
Me sentía humillado ante una ignorancia que también era la
del sánscrito o la del hebreo clásico —lenguas que, por lo
demás, no se enseñaban en las universidades latinoamericanas
de mi adolescencia, allí donde el mismo griego, el latín,
eran mirados con desconfianza como cosas que un pragmatismo de nuevo
cuño situaba entre los ociosos devaneos del intelecto. Tenía
conciencia, sin embargo (habría de comprobarlo desde mi llegada
a Bucarest) que para entender lenguas romances sólo necesita el
latinoamericano una convivencia de pocas semanas. Así, frente a
los signos ininteligibles que se me pintaban, cada mañana, en los
titulares de periódicos locales, sentía como un descorazonamiento
siempre renovado, pensando que no me bastarían los tiempos
que me quedan de vida (¿,qué representan veinte años
de estudio para saber de algo?), para llegar a tener una visión
de conjunto, fundamentada y universal, de lo que es la cultura islámica,
en sus distintos fraccionamientos,' modalidades, dispersiones geográficas,
diferencias dialectales, etcétera. Me sentía minimizado
por la grandeza cierta de lo que se me había revelado pero
esa grandeza no me entregaba sus medidas exactas, sus voliciones auténticas.
No me daba los medios de expresar a los míos, al regresar de
tan dilatadas andanzas, lo que había de universal en sus raíces,
presencia y transformaciones actuales. Pasa ello hubiese tenido que poseer
ciertos conocimientos indispensables, ciertas claves, que, en mi caso,
y en el caso de muchos otros, hubiesen requerido una especialización,
una disciplina, de casi una vida entera.
3
Cuando, al regreso del largo viaje, me hallé en la Unión
Soviética, la sensación de incapacidad de entendimiento se
me alivió en grado sumo, a pesar de desconocer el idioma. La arquitectura
magnífica, a la vez barroca, italiana, rusa, ele Leningrado,
me era grata antes de verla. Conocía esas columnas, conocía
esos astrágalos, conocía esos arcos monumentales, abiertos
en bloques de edificios, evocadores de Vitruvio y de Viñola, y acaso
también del Piranesi, Rastrelli, el arquitecto italiano, había
estado por ahí después de mucho pasearse por Roma. Las columnas
rostrales que se alzaban junto al Nevá eran de mi propiedad, El
Palacio de Invierno, hondamente azul y espumosamente blanco, con su neptuniano,
acuático barroquismo, me hablaba por voces conocidas. Allá,
más allá del agua, la Fortaleza de Pedro y Pablo se me perfilaba
con domesticada silueta. Y esto no era todo: la Gran Catalina había
sido amiga y protectora de Díderot. Potemkin había sido
amigo de Miranda, el venezolano precursor de las independencias de
América. Cimarosa vivió y compuso en Rusia. La Universidad
de Moscú, además, lleva el nombre de Lomonósov, autor
de una “Oda a la gran Aurora Boreal” que es una de las mejores realizaciones
de cierta poesía del siglo xviii, cientificista, enciclopédico,
que la vincula —más por el espíritu que por el estilo, desde
luego— con Fontenelle y con Voltaire. Pushkin me hacía pensar en
el “Boris” cuya deficiente versión francesa modifiqué, en
lo eufónico musical, hace unos treinta años, a ruegos de
un cantante que habría de interpretar el papel en el Teatro Colón
de Buenos Aires. Turgueniev fue amigo de Flaubert (“el hombre más
tonto que he conocido”, decía, admirativamente). Dostoievski me
fue revelado por un ensayo de Aadré Gide. Leí a Tolstoi,
por vez primera, en una edición que de sus relatos hizo, hacia el
año 1920, la Secretaría de Educación de México.
Bien o mal traducido, los Cuadernos Filosóficos de Lenín
me hablan de Heráclito, de Pitágoras, de Leucipo, y
hasta del “idealista con quien uno se entiende mejor que con el materialista
estúpido”. Una función del Bolshoi (con estatua ecuestre
de Pedro el Grande, en el decorado) me sugiere la oportunidad de visitar
las salas altas, terminales, del Museo del Ermitage. Allí me encuentro
con Ida Rubinstein en un retrato raro, a la vez afectuoso y cruel, de Serov,
también como Sergio de Diaghilev y también con Anna Pávlova
que, hacia el año 1915 y regresando después de cada año
a La Habana, reveló al cubano las técnicas trascendentales
de la danza clásica. Más allá, de modo inesperado,
me sale al paso una vasta exposición retrospectiva de Roerich, el
escenógrafo y libretista de “La consagración de la primavera”
de Stravinsky, cuya partitura puso en entredicho todos los principios composicionales
de la música occidental ... En Leningrado, en Moscú, volvía
a encontrar, en la arquitectura, en la literaria, en el teatro, un
universo perfectamente inteligible, inteligible por mis propias deficiencias
en cuanto a los medios técnicos, mecánicos, de entender lo
situado más allá de ciertas fronteras culturales, (Como
difícil me fue en Pekín, un día, entender los razonamientos
de un lama tibetano que pretendía identificar el tantrismo con el
marxismo, o aquel inteligentísimo hombre del Africa que, en
París, hace poco, me hablaba de ritos mágicos, tribales,
en términos de materialismo histórico). Cada vez más
se afirmaba la convicción de que la vida de un hombre basta
apenas para conocer, entender, explicarse, la fracción del globo
que le ha tocado en suerte habitar —aunque esta convicción no le
exima de una inmensa curiosidad por ver lo que ocurre más allá
de la línea de sus horizontes. Pero la curiosidad no es premiada,
en muchos casos, con un cabal entendimiento.
4
No hay ciudad de Europa, creo yo, donde el drama de la reforma y de la
contrarreforma se haya inscrito en vestigios más duraderos y elocuente
que en Praga. Por un lado se alzan la dura y recia iglesia de Tyn, erizada
de agujas, la capilla de Belén, con sus techumbres empinadas, vestidas
de austeras pizarras medioevales, donde hubo de resonar un día la
palabra vertical y tremebunda del maestro Juan Huss; por otro se abre el
encrespado, envolvente, casi voluptuoso barroquismo de la iglesia de San
Salvador del colegio Clementino, al cabo del puente Carlos, frente a las
ojivas retadoras de la otra orilla, como un suntuoso escenario jesuítico
—más tiene de teatro que de iglesia— poblado de santos y apóstoles,
mártires y doctores, confundidos en una coreográfica concertación
de estolas y de mitras —bronce sobre blanco, sombras sobre oro— pregonando
la victoria momentánea del latín de Roma sobre el idioma
popular, nacional, praguense, más que nada, de los salmos y cantos
taboritas... Arriba, en la ciudadela, las ventanas de la Defenestración
famosa; abajo, en la Mala Straná, el Palacio de Wallenstein,
en cuya sala de audiencia dejó el último gran condottiero,
esculpida en el cielo raso, toda la estrepitosa sinfonía de la Guerra
de los Treinta Años, con una profusa figuración de cornetas,
tambores y sacabuches, revueltos con los arneses, penachos y estandartes
de las alegorías bélicas. Ahí puedo entender mejor
a Schiller y el ánimo que lo llevó, en la primera parte de
su trilogía famosa, a la hazaña insólita de escribir
un drama sin protagonista, donde los personajes se llaman: “unos croatas”,
“unos ulanes”, “un corneta”, “un recluta”, “un capuchino”, “un furriel”...
Pero eso no es todo: si la reforma y la contrarreforma están presentes
en las piedras de Praga, también nos hablan sus edificios y lugares
de un pasado siempre suspendido entre los extremos polos de lo real y de
lo irreal, de lo fantástico y lo comprobable, de la conseja
y del hecho. Sabemos que Fausto, el alquimista, hace su primera aparición
—¿imaginaria?— en la Praga donde las generaciones futuras habrían
de palpar los instrumentos astronómicos, exactos o casi, de Tico
Brahe, antes de visitar la casa del contemplador de estrellas llamado Juan
Kepler, en tanto que los buscadores de la piedra filosofal, los preparadores
del mercurio hermético, conservan su calle, todavía,
con retortas y hornachas, en el burgo de Carlos el Grande. Mucho se evoca
la leyenda del Golem, aquel autómata que un sabio rabino hacia trabajar
en su provecho, en las cercanías del cementerio judío y de
las soberbias sinagogas. Y lo más extraordinario es que el antiguo
cementerio judío, con sus dramáticas estelas de los mil quinientos
y seiscientos, paradas lado a lado, o una detrás de otra, en desorden,
como puestas en almoneda —en un final de marzo que les iluminaba las
inscripciones hebraicas con pinceladas de cierzo— conviven, en terreno
de igualdad, con el angosto teatro Tylovo donde, cierto día
de 1787, tuvo lugar el estreno del Don Juan de Mozart, obra fáustica,
auto sacramental extrañadamente planteado por el genio en un siglo
de las luces que para nada creía en convidados de piedra, aunque
muy cerca le bailaban obispos y doctores de bronce en el suntuoso escenario
teológico de la iglesia del Clementino. No hay piedra muda en Praga
para el entendedor a medias palabras. Y, para ese entendedor surge, de
cada bocacalle, la silueta queda, afelpada, sin sombra como el personaje,
de Chamisso, presente en todas las contingencias, en debates que de
la literatura trascienden a la política, de Franz Kafka, que,
en su “intento de descripción de un combate” nos dio, sin quererla,
acaso por medios metafóricos, indirectos, la más estupenda
sensación de una atmósfera praguense vivida en sus misterios
y posibilidades. Cuando en su Diario dice (en 1911) que se encuentra
conmovido por una visión de escaleras situadas a la derecha del
puente Cech, recibe “por una pequeña ventana triangular” (sólo
en aquella ciudad asimétrica, donde se conjugan todas las ocurrencias
de una arquitectura fantástica, puede haber una ventana triangular...
) toda la grada y la vigencia barroca de las escalinatas que ascienden
hacia la ilustre ventana de la Defenestración... De Kafka, dando
un salto al pasado, montando en una diligencia imaginaria, sin tiempo,
llegamos a Leipzig, donde nos espera el órgano tras el cual
Ana Magdalena descubriera, emocionada, la presencia tremebunda —tal
la de un dragón inspirado— de Juan Sebastián, y recordamos
que allí se cantaron, con muy pocas voces y orquestas mínimas,
unas Pasiones que nos incumben muy directamente y que, desde hace
dos siglos, no cesaron de crecer, de llenarse con un mayor número
de figuras, de cruzar el Atlántico para alcanzar las riberas de
América, por la partitura, la ejecución o el disco,
sugiriendo a Héctor Villa-Lobos, por operación de sus allegros,
la posibilidad de titular bacchianas unas composiciones inspiradas en el
allegro —movimiento continuo, perpetum mobile— de las batucadas cariocas
o bahianas... De Leipzig nos lleva la imaginaria diligencia, con su cochero
que hace sonar una trompa muy conocida por Mozart y hasta por Mõrike,
al Weimar de Goethe, en cuya casa nos esperan las monstruosas réplicas
de esculturas griegas ejecutadas en dimensiones heroicas, dignas de alzarse
en el ámbito de un templo, pero que el autor de Fausto colocó
en habitaciones tan pequeñas que, en ellas, un tablero de ajedrez
obligaría a los visitantes a soslayarse. Esas enormes divinidades
griegas metidas de cabeza —porque de cabeza, están presentes en
realidad— en las exiguas estancias de la casa de Weimar me recuerdan ciertas
retóricas epónimas, muy usadas en América Latina,
que son las de vestíbulos ministeriales presididos por estatuas
de héroes que los hincha, amplía, eleva, “encumbra, a dos
o tres tallas mayores que las que correspondieron a su cabal estatura humana,
llegándose al absurdo de una República que se yergue en el
capitolio de La Habana —con pechos de bronce que pesan toneladas— en una
dimensión tan estúpidamente ciclópea que, a su lado,
la pobre gigante de Kafka pasaría poco menos que inadvertida.
5
Vuelve el latinoamericano a lo suyo y empieza a entender muchas cosas.
Descubre que, si el Quijote le pertenece de hecho y derecho, a través
del Discurso a los cabreros aprendió palabras, en recuento de edades,
que le vienes de Los trabajos y los días. Abre la gran crónica
de Bernal Díaz del Castillo y se encuentra con el único libro
de caballería real y fidedigno que se haya escrito —libro de
caballeriza donde los hacedores de maleficios fueron teules visibles y
palpables, auténticos los animales desconocidos, contempladas las
ciudades ignotas, vistos los dragones en sus ríos y las montañas
insólitas en sus nieves y humos. Bernal Díaz, sin sospecharlo,
había superado las hazañas de Amadís de Gaula,
Belianis de Grecia y Florismarte de Hircania. Había descubierto
un mundo de monarcas coronados de plumas de aves verdes, de vegetaciones
que se remontaban a los orígenes de la tierra, de manjares jamás.
probados, de bebidas sacadas del cacto y de la palma, sin darse cuenta
aún que, en ese mundo, los acontecimientos que ocupan al hombre
suelen cobrar un estilo propio en cuanto á la trayectoria de un
mismo acontecer. Arrastra el latinoamericano una herencia de treinta
siglos, pero, a pesar de una contemplación de hechos absurdos, a
pesar de muchos pecados cometidos, debe reconocerse que su estilo
se va afirmando a través de su historia, aunque a veces ese estilo
puede engendrar verdaderos monstruos. Pero las compensaciones están
presentes: puede un Melgarejo, tirano de Bolivia, hacer beber cubos de
cerveza a su caballo Holofernes; del Mediterráneo caribe, en la
misma época, surge un José Martí capaz de escribir
uno de los mejores ensayos que, acerca de los pintores impresionistas franceses,
hayan aparecido en cualquier idioma. Una América Central, poblada
de analfabetos, produce un poeta —Rubén Darío— que transforma
toda la poesía de expresión castellana. Hay también
ahí quien, hace un siglo y medio, explicó los postulados
filosóficos de la alienación a esclavos que llevaban
tres semanas de manumisos. Hay ahí (no puede olvidarse a Simón
Rodríguez) quien creó sistemas de educación inspirados
en el Emilio, donde sólo se esperaba que los alumnos aprendieran
a leer para ascender socialmente por virtud del entendimiento de los libros
—que era como decir: de los códigos. Hay quien quiso desarrollar
estrategias de guerra napoleónica con lanceros montados, sin monturas
ni estribos, en el loma de su jameigos. Hay la prometida soledad de Bolívar
en Santa Marta, las batallas libradas al arma blanca durante nueve horas
en el paisaje lunar de los Andes, las torre de Tikal, los frescos rescatados
a la selva de Bonanpak, el vigente enigma de Tihuanacu, la majestad del
acrópolis de Monte Albán, la belleza abstracta —absolutamente
abstracta— del Templo de Mitla, con sus variaciones sobre temas plásticos
ajenos a todo empeño figurativo. La enumeración podría
ser inacabable. Por ello diré que una primera noción de lo
real maravilloso me vino a la mente calando, a fines del año 1943,
tuve la suerte de poder visitar el reino de Henri Christophe —las ruinas
tan poéticas, de Sans-Souci; la mole, imponentemente intacta a pesar
de rayos y terremotos, de la Ciudadela La Ferrière— y de conocer
la todavía normanda Ciudad del Cabo, el Cap Français de la
antigua Colonia, donde una casa de larguísimos balcones conduce
al palacio de cantería habitado antaño por Paulina Bonaparte.
Mi encuentro con Paulina Bonaparte, ahí, tan lejos de Córcega,
fue, para mí, como una revelación. Vi la posibilidad de establecer
ciertos sincronismos posibles, americanos, recurrentes, por encima del
tiempo, relacionando esto con aquello, el ayer con el presente. Vi la posibilidad
de traer ciertas verdades europeas a las latitudes, que son nuestras actuando
a contrapelo de quienes, viajando contra la trayectoria del sol, quisieron
llevar verdades nuestras a donde, hace todavía treinta años,
no había capacidad de entedimiento ni de medida para verlas en su
justa dimensión. (Paulina Bonaparte fue, para mí, lazarillo
y guía, tiento primero —a partir de la Venus de Canova— de los ensayos
de indagación de los personajes que, como Bilaud-Varenne, Collot
d’Herbois, Víctor Huges, habrían de animar mi “Siglo de las
Luces”, visto en función de luces americanas.) Después de
sentir el nada mentido sortilegio[1] de las tierras de Haití, de
haber hallado advertencias mágicas en los caminos rojos de la Meseta
Central, de haber oído los tambores del Petro y del Rada, me vi
llevado a acercar la maravillosa realidad recién vívida a
la agotante pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó
ciertas literaturas europeas de estos últimos treinta años.
Lo maravilloso, buscado a través de las viejos clisés de
la selva de Brocelianda, de los caballeros de la mesa redonda, del encantador
Merlín y del ciclo de Arturo. Lo maravilloso, pobremente sugerido
por los oficios y deformidades de los personajes de feria —¿no se
cansarán los jóvenes poetas franceses de los fenómenos
y payasos de la fête foraine, de los que ya Rimbaud se había
despedido en su Alquímia del Verbo? Lo maravilloso, obtenido con
trucos de prestidigitación, reuniéndose objetos que para
nada suelen encontrarse: la vieja y embustera historia del encuentro fortuito
del paraguas y de la máquina de coser sobre una mesa de disección,
generador de las cucharas de armiño, los caracoles en el taxi
pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una viuda, de las exposiciones
surrealistas. O, todavía, lo maravilloso literario: el rey de la
Julieta de Sade, el supermacho de Jarry, el monje de Lewis, la utilería
escalofriante de la novela negra inglesa: fantasmas, sacerdotes emparedados,
licantropías, manos clavadas sobre la puerta de un castillo.
Pero, a fuerza de querer suscitar lo maravilloso o todo trance, los taumaturgos
se hacen burócratas. Invocando por medio de fórmulas consabidas
que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados,
de maniquíes de costurera, de vagos monumentos fálicos,
lo maravilloso se queda en paraguas o langosta o máquina de coser,
o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de
un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía
Unamuno, es aprenderse códigos de memoria. Y hoy existen códigos
de lo fantástico, basados en el principio del burro devorado por
un higo, propuesto por los Cantos de Maldoror como suprema inversión
de la realidad, a los que debemos muchos “niños amenazados por ruiseñores”,
o los “caballos devorando pájaros” de André Masson. Pero
obsérvese quo cuando André Masson quiso dibujar la selva
de la isla de Martinica, con el increíble entrelazamiento de sus
plantas y la obscena promiscuidad de ciertos frutos, la maravillosa verdad
del asunto devoró al pintor, dejándolo poco menos que impotente
frente al papel en blanco. Y tuvo que ser un pintor de América,
el cubano Wilfredo Lam, quien nos enseñara la magia de la vegetación
tropical, la desenfrenada creación de formas de nuestra naturaleza
—con todas sus metamorfosis y simbiosis—, en cuadros monumentales
de una expresión única en la pintura contemporánea.
Ante la desconcertante pobreza imaginativa de un Tanguy, por ejemplo,
que desde hace veinticinco años pinta las mismas larvas pétreas
bajo el mismo cielo gris, me dan ganas de repetir una frase que enorgullecía
a los surrealistas de la primera hornada: Vous qui ne voyez paz pensez
à ceux qui voient. Hay todavía demasiados “adolescentes
que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres recién
muertas” (Lautréamont), sin advertir que lo maravilloso estaría
en violarlas vivas. Pero es que muchos se olvidan, con disfrazarse
de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca
cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el
milagro) de una revelación privilegiada de la realidad, de
una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas
riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías
de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de
una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo
de “estado limite”. Para empezar, la sensación de lo maravilloso
presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros
de santos, ni los que no son Quijotes pueden meterse, en cuerpo, alma y
bienes, en el mundo de Amadís de Gaula o Tirante el Blanco.
Prodigiosamente fidedignas resultan ciertas frases de Rutilio en Los
trabajos de Persiles y Segismunda, acerca de hombres transformados
en lobos, porque en tiempos de Cervantes se creía en gentes aquejadas
de manía lupina. Asimismo el viaje del personaje, desde Toscana
a Noruega, sobre el manto de una bruja. Marco Polo admitía que ciertas
aves volaran llevando elefantes entre las garras, y Lutero vio de frente
al demonio a cuya cabeza arrojó un tintero. Víctor Hugo,
tan explotado por los tenedores de libros de lo maravilloso, creía
en aparecidos, porque estaba seguro de haber hablado, en Guernesey,
con el fantasma de Leopoldina. A Van Gogh bastaba con tener fe en el Girasol,
para fijar su revelación en una tela. De ahí que lo maravilloso
invocado en el descreimiento —como lo hicieron los surrealistas
durante tantos años— nunca fue sino una artimaña literaria,
tan aburrida, al prolongarse, como cierta literatura onírica
“arreglada”, ciertos elogios de la locura, de los que estamos muy de vuelta.
No por ello va a darse la razón, desde luego, a determinados partidarios
de un regreso a lo real —término que cobra, entonces, un significado
gregariamente político—, que no hacen sino sustituir los trucos
del prestidigitador por los lugares comunes del literato “enrolado” o el
escatológico regodeo de ciertos existencialistas. Pero es indudable
que hay escasa defensa para poetas y artistas que loan al sadismo sin practicarlo,
admiran el supermacho por impotencia, invocan espectros sin creer
que respondan a los ensalmos, y fundan sociedades secretas, sectas literarias,
grupos vagamente filosóficos, con santos y señas y arcanos
fines —nunca alcanzados—, sin ser capaces de concebir una mística
válida ni de abandonar los más mezquinos hábitos
para jugarse el alma sobre la temible carta de una fe..
Esto se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití,
al hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar
lo real maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres
ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal,
a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su
ejecución. Conocía ya la historia prodigiosa de Bouckman,
el iniciado jamaiquino. Había estado en la Ciudadela La Ferrière,
obra sin antecedentes arquitectónicos, únicamente anunciada
por las Prisiones imaginarias del Piranesi. Había respirado
la atmósfera creada por Henri Cristophe, monarca de increíbles
empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes
crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías
imaginarias, aunque no padecidas. A cada paso hallaba lo real maravilloso.
Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso
no era privilegio único do Haití, sino patrimonio de la América
entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por
ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra
a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia
del continente y dejaron apellidos aún llevados: desde los buscadores
de la fuente de la eterna juventud, de la áurea ciudad de Manoa,
hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes
modernos de nuestras guerras de independencia de tan mitológica
traza como la coronel Juana de Azurduy. Siempre me ha parecido significativo
el hecho de que, en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura,
se lanzaron todavía a la busca de El Dorado, y que en días
de la Revolución Francesa —¡vivan la Razón y el
Ser Supremo!—, el compostelano Francisco Menéndez anduviera por
tierras de Patagonia buscando la ciudad encantada de los Césares.
Enfocando otro aspecto de la cuestión, veríamos que, así
como en Europa occidental el folklore danzario, por ejemplo, ha perdido
todo carácter mágico o invocatorio, rara es la danza colectiva,
en América, que no encierre un hondo sentido ritual, creándose
en torno a él todo un proceso inicíaco: tal los bailes de
la santería cubana, o la prodigiosa versión negroide
de la fiesta del Corpus, que aún puede verse en el pueblo de
San Francisco de Yare, en Venezuela..
Hay un momento, en el sexto canto del Maldoror, en que el héroe,
perseguido por toda la policía del mundo, escapa a “un ejército
de agentes y espías” adoptando el aspecto de animales diversos y
haciendo uso de su don de transportarse instantáneamente a Pekín,
Madrid o San Petersburgo. Esto es “literatura maravillosa” en pleno. Pero
en América, donde no se ha escrito nada semejante, existió
un Mackandal dotado de los mismos poderes por la fe de sus contemporáneos,
y que alentó, con esa magia, una de las sublevaciones más
dramáticas y extrañas de la historia. Maldoror —lo confiesa
el mismo Ducasse— no pasaba de ser un “poético Rocambole”. De él
sólo quedó una escuela literaria de vida efímera.
De Mackandal el americano, en cambio, ha quedado toda una mitología,
acompañada de himnos mágicos, conservados por todo un pueblo,
que aún se cantan en las ceremonias del Voudou.[2] (Hay por otra
parte, una rara casualidad en el hecho de que Isidoro Ducasse, hombre que
tuvo un excepcional instinto de lo fantástico-poético,
hubiera nacido en América y se jactara tan enfáticamente,
al final de uno de sus cantos, de ser Le Montevidéen). Y es
que, por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología,
por la presencia fáustica del indio y del negro, por la revelación
que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos
mestizajes que propició, América está muy lejos de
haber agotado su caudal de mitologías. ¿Pero qué es
la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?
Notas
[1] Paso aquí el texto de la la primera edición de mi novela El reino de este mundo (1949) que no apareció en algunas ediciones, aunque hoy lo considero, salvo en algunos detalles, tan vigente como entonces. El surrealismo ha dejado de constituir, para nosotros, por proceso de imitación muy activo hace todavía quince años, una presencia erróneamente manejada. Pero nos queda lo real maravilloso de índole muy distinta, cada vez más palpable y discernible, que empieza a proliferar en la novelística de algunos novelistas jóvenes de nuestro continente.
[2] Véase Jacques Roumain, Le Sacrifice du Tambour Assoto (r).