[...] La materia, pues, de este enojo de Vuestra Reverencia (muy
amado Padre, y
señor mío) no ha sido otra que la de estos negros
versos de que el Cielo, tan contra
la voluntad de Vuestra Reverencia, me dotó. Éstos
he rehusado sumamente el
hacerlos, y me he excusado todo lo posible, no porque en ellos hallase
yo razón de
bien ni de mal, que siempre los he tenido (como lo son) por cosa
indiferente; y
aunque pudiera decir cuántos los han usado, santos y doctos,
no quiero
entrometerme a su defensa, que no son mi padre, ni mi madre: sólo
digo que no los
hacía por dar gusto a Vuestra Reverencia, sin buscar, ni
averiguar la razón de su
aborrecimiento, que es muy propio del amor obedecer a ciegas; demás
que con esto
también me conformaba con la natural repugnancia que siempre
he tenido a
hacerlos, como consta a cuantas personas me conocen; pero esto no
fue posible
observarlo con tanto rigor que no tuviese algunas excepciones, tales
como dos
Villancicos a la Santísima Virgen, que después de
repetidas instancias, y pausa de
ocho años, hice con venia y licencia de Vuestra Reverencia,
la cual tuve entonces
por más necesaria que la del Señor Arzobispo Virrey
mi Prelado, y en ellos procedí
con tal modestia, que no consentí en los primeros poner mi
nombre, y en los
segundos se puso sin consentimiento ni noticia mía, y unos
y otros corrigió antes
Vuestra Reverencia. A esto se siguió el Arco de la Iglesia.
[...]
Esta es la irremisible culpa mía, a la cual precedió
habérmelo pedido tres o cuatro
veces, y tantas despídome yo, hasta que vinieron los dos
señores Jueces Hacedores
que antes de llamarme a mí, llamaron a la Madre Priora y
después a mí, y mandaron
en nombre del Excmo. Señor Arzobispo lo hiciese, porque así
lo había votado el
Cabildo pleno, y aprobado Su Excelencia.
Ahora quisiera yo que Vuestra Reverencia con su clarísimo
juicio, se pusiera en mi
lugar, y consultara, ¿qué respondiera en este lance?
¿Respondería, que no podía? Era
mentira. ¿Que no quería? Era inobediencia. ¿Que
no sabía? Ellos no pedían más que
hasta donde supiese. ¿Que estaba mal votado? Era sobre descarado
atrevimiento,
villano y grosero desagradecimiento a quien me honraba con el concepto
de pensar
que sabía hacer una mujer ignorante, lo que tan lucidos ingenios
solicitaban. Luego
no pude hacer otra cosa que obedecer. Estas son las obras públicas
que tan
escandalizado tienen al mundo, y tan desedificados a los buenos.
Y así vamos a las
no públicas: apenas se hallará tal o cual coplilla
hecha a los años, o a el obsequio de
tal, o tal persona de mi estimación, y a quienes he debido
socorro en mis
necesidades (que no han sido pocas, por ser tan pobre y no tener
renta alguna);
una loa a los años del Rey nuestro Señor, hecha por
mandato del mismo Excmo.
Señor Don Fray Payo, otra por orden de la Excma. Sra. Condesa
de Paredes. Pues
ahora Padre mío y mi señor, le suplico a Vuestra Reverencia
deponga por un rato el
cariño del propio dictamen (que aun a los muy santos arrastra),
y dígame Vuestra
Reverencia (ya que en su opinión es pecado hacer versos),
¿en cuál de estas
ocasiones ha sido tan grave el delito de hacerlos? Pues cuando fuera
culpa (que yo
no sé por qué razón se le pueda llamar así),
la disculparan las mismas circunstancias
y ocasiones que para ello he tenido tan contra mi voluntad, y esto
bien claro se
prueba, pues en la facilidad que todos saben que tengo, si a esa
se juntara motivo
de vanidad (quizá lo es de mortificación), ¿qué
más castigo me quiere Vuestra
Reverencia que el que entre los mismos aplausos que tanto se duelen,
tengo? ¿De
qué envidia no soy blanco? ¿De qué mala intención
no soy objeto? ¿Qué acción hago
sin temor? ¿Qué palabra digo sin recelo?
Las mujeres sienten que las exceda; los hombres, que parezca que
los igualo; unos
no quisieran que supiera tanto; otros dicen que había de
saber más, para tanto
aplauso. Las viejas no quisieran que otras supieran más;
las mozas que otras
parezcan bien, y unos y otros que viese conforme a las reglas de
su dictamen, y de
todos juntos resulta un tan extraño género de martirio,
cual no sé yo que otra
persona haya experimentado. ¿Qué más podré
decir ni ponderar?, que hasta el hacer
esta forma de letra algo razonable me costó una prolija y
pesada persecución, no por
más de porque dicen que parecía letra de hombre, y
que no era decente, conque me
obligaron a malearla adrede, y de esto toda esta comunidad es testigo.
En fin, ésta
no era materia para una carta, sino para muchos volúmenes
muy copiosos.
Pues ¿qué dichos son éstos tan culpables? Los
aplausos y celebraciones vulgares,
¿los solicité? Y los particulares favores y honras
de los Excelentísimos Señores
Marqueses que por sola su dignación y sin igual humanidad
me hacen, ¿los procuré
yo? Tan a la contra sucedió, que la Madre Juana de San Antonio,
Priora de este
convento y persona que por ningún caso podrá mentir,
es testigo de que la primera
vez que Sus Excelencias honraron esta casa, le pedí licencia
para retirarme a la
celda, y no verlos, ni ser vista (¡como si Sus Excelencias
me hubiesen hecho algún
daño!) sin más motivo que huir el aplauso, que así
se convierte en tan pungentes
espinas de persecución, y lo hubiera conseguido a no mandarme
la Madre Priora lo
contrario. Pues ¿qué culpa mía fue el que Sus
Excelencias se agradasen de mí?
Aunque no había por qué. ¿Podré yo negarme
a tan soberanas personas? ¿Podré
sentir el que me honren con sus visitas? Vuestra Reverencia sabe
muy bien que no:
como lo experimentó en tiempo de los Excelentísimos
Señores Marqueses de
Mancera, pues oí yo a Vuestra Reverencia en muchas ocasiones,
quejarse de las
ocupaciones a que le hacía faltar la asistencia de Sus Excelencias,
sin poderla no
obstante dejar; y si el Excelentísimo Señor Marqués
de Mancera entraba cuantas
veces quería en unos conventos tan santos como Capuchinas
y Teresas, y sin que
nadie lo tuviese por malo, ¿cómo podré yo resistir
que el Excelentísimo Señor
Marqués de la Laguna entre en éste? Demás que
yo no soy Prelada, ni corre por mi
cuenta su gobierno. Sus Excelencias me honran porque son servidos,
no porque yo lo
merezca, ni tampoco porque al principio lo solicité. Yo no
puedo, ni quisiera aunque
pudiera, ser tan bárbaramente ingrata a los favores y cariños
(tan no merecidos, ni
servidos) de Sus Excelencias.
Mis estudios no han sido en daño ni perjuicio de nadie, mayormente
habiendo sido
tan sumamente privados, que no me he valido ni aun de la dirección
de un maestro,
sino que a secas me lo he habido conmigo y mi trabajo, que no ignoro
que el cursar
públicamente las escuelas no fuera decente a la honestidad
de una mujer, por la
ocasionada familiaridad con los hombres, y que ésta sería
la razón de prohibir los
estudios públicos; y el no disputarles lugar señalado
para ellos, será porque como no
las ha menester la República para el gobierno de los magistrados
(de que por la
misma razón de honestidad están excluidas) no cuida
de lo que no les ha de servir;
pero los privados y particulares estudios, ¿quién
los ha prohibido a las mujeres? ¿No
tienen alma racional como los hombres? Pues, ¿por qué
no gozará el privilegio de la
ilustración de las letras con ellos? ¿No es capaz
de tanta gracia y gloria de Dios
como las suya? Pues, ¿por qué no será capaz
de tantas noticias y ciencias, que es
menos? ¿Qué revelación divina, qué determinación
de la Iglesia, qué dictamen de la
razón hizo para nosotras tan severa ley? ¿Las letras
estorban, sino que antes
ayudan a la salvación? ¿No se salvó San Agustín,
San Ambrosio y todos los demás
Santos Doctores? Y Vuestra Reverencia, cargado de tantas letras,
¿no piensa
salvarse? Y si me responde que en los hombres milita otra razón,
digo: ¿No estudió
Santa Catarina, Santa Gertrudis, mi Madre Santa Paula, sin estorbarle
a su alta
contemplación, ni a la fatiga de sus fundaciones, el saber
hasta griego? ¿El aprender
hebreo? ¿Enseñada de mi Padre San Jerónimo,
el resolver y el enteder las Santas
Escrituras, como el mismo Santo lo dice? ¿Ponderando también
en una epístola suya,
en todo género de estudios doctísima a Blesila, hija
de la misma Santa, y en tan
tiernos años que murió de veinte? Pues, ¿por
qué en mí es malo lo que en todas fue
bueno? ¿Sólo a mí me estorban los libros para
salvarme?