Muy Señor Mío:
De las bachillerías de una conversación, que en la
merced que V.md. me hace pasaron
plaza de vivezas, nació en V.md. el deseo de ver por escrito
algunos discursos que allí
hice de repente sobre los sermones de un excelente orador, alabando
algunas veces sus
fundamentos, otras disintiendo, y siempre admirándome de
su sinigual ingenio, que aun
sobresale más en lo segundo que en lo primero, porque sobre
sólidas bases no es tanto de
admirar la hermosura de una fábrica, como la de la que sobre
flacos fundamentos se
ostenta lucida, cuales son algunas de las proposiciones de este
sutilísimo talento, que es
tal su suavidad, su viveza y energía, que al mismo que disiente,
enamora con la belleza de
la oración, suspende con la dulzura y hechiza con la gracia,
y eleva, admira y encanta
con el todo.
De esto hablamos, y V.md. gustó (como ya dije) ver esto escrito;
y porque conozca que
le obedezco en lo más difícil, no sólo de parte
del entendimiento en asunto tan arduo
como notar proposiciones de tan gran sujeto, sino de parte de mi
genio, repugnante a
todo lo que parece impugnar a nadie, lo hago; aunque modificado
este inconveniente, en
que así de lo uno como de lo otro, será V.md. solo
el testigo, en quien la propia autoridad
de su precepto honestará los errores de mi obediencia, que
a otros ojos pareciera
desproporcionada soberbia, y más cayendo en sexo tan desacreditado
en materia de
letras con la común acepción de todo el mundo.
Y para que V.md. vea cuán purificado va de toda pasión
mi sentir, propongo tres razones
que en este insigne varón concurren de especial amor y reverencia
mía. La primera es el
cordialísimo y filial cariño a su Sagrada Religión,
de quien, en el afecto, no soy menos hija
que dicho sujeto. La segunda, la grande afición que este
admirable pasmo de los ingenios
me ha siempre debido, en tanto grado que suelo decir (y lo siento
así), que si Dios me
diera a escoger talentos, no eligiera otro que el suyo. La tercera,
el que a su generosa
nación tengo oculta simpatía. Que juntas a la general
de no tener espíritu de
contradicción sobraban para callar (como lo hiciera a no
tener contrario precepto); pero
no bastarán a que el entendimiento humano, potencia libre
y que asiente o disiente
necesario a lo que juzga ser o no ser verdad, se rinda por lisonjear
el comedimiento de la
voluntad.
En cuya suposición, digo que esto no es replicar, sino referir
simplemente mi sentir; y
éste, tan ajeno de creer de sí lo que del suyo pensó
dicho orador diciendo que nadie le
adelantaría (proposición en que habló más
su nación, que su profesión y entendimiento),
que desde luego llevo pensado y creído que cualquiera adelantará
mis discursos con
infinitos grados.
Y no puedo dejar de decir que a éste, que parece atrevimiento,
abrió él mismo camino, y
holló él primero las intactas sendas, dejando no sólo
ejemplificadas, pero fáciles las
menores osadías, a vista de su mayor arrojo. Pues si sintió
vigor en su pluma para
adelantar en uno de sus sermones (que será solo el asunto
de este papel) tres plumas,
sobre doctas, canonizadas, ¿qué mucho que haya quien
intente adelantar la suya, no ya
canonizada, aunque tan docta? Si hay un Tulio moderno que se atreva
a adelantar a un
Augustino, a un Tomás y a un Crisóstomo, ¿qué
mucho que haya quien ose responder a
este Tulio? Si hay quien ose combatir en el ingenio con tres más
que hombres, ¿qué
mucho es que haya quien haga cara a uno, aunque tan grande hombre?
Y más si se
acompaña y ampara de aquellos tres gigantes, pues mi asunto
es defender las razones de
los tres Santos Padres. Mal dije. Mi asunto es defenderme con las
razones de los tres
Santos Padres. (Ahora creo que acerté.)
Y entrando en él, digo que seguiré en la respuesta
el método mismo que siguió el orador
en el sermón citado, que es del Mandato; y es en esta forma:
Habla de las finezas de Cristo en el fin de su vida: in finem dilexit
eos (Ioan. 13 cap.); y
propone el sentir de tres Santos Padres, que son Augustino, Tomás
y Crisóstomo, con tan
generosa osadía, que dice: El estilo que he de guardar en
este discurso será éste: referiré
primero las opiniones de los Santos, y después diré
también la mía; mas con esta
diferencia: que ninguna fineza de amor de Cristo dirán los
Santos, a que yo no dé otra
mayor que ella; y a la fineza de amor de Cristo que yo dijere, ninguno
me ha de dar otra
que la iguale. Éstas son sus formales palabras, ésta
su proposición, y ésta la que motiva
la respuesta.
La opinión primera es de Augustino, que siente que la mayor
fineza de Cristo fue morir,
probándolo con el texto: Maiorem hac dilectionem nemo habet,
ut animam suam ponat
quis pro amicis suis. (Ioan. 15 cap. I.)
Dice este orador que mayor fineza fue en Cristo ausentarse que morir.
Pruébalo por
discurso: porque Cristo amaba más a los hombres que a su
vida, pues da la vida por ellos;
luego más fineza es ausentarse que morir. Pruébalo
con el texto de la Magdalena, que
llora en el Sepulcro y no al pie de la Cruz; porque aquí
ve a Cristo muerto y allí ausente, y
es mayor dolor la ausencia que la muerte. Pruébalo más,
con que Cristo no hace
demostraciones de sentimiento en la Cruz cuando muere: Inclinato
capite emisit spiritum y
las hace en el Huerto, porque se aparta: factus in agonia, porque
le es más sensible la
ausencia que la muerte. Pruébalo con que, pudiendo Cristo
resucitar al segundo instante
que murió y sacramentarse después de la Resurrección
-que lo primero era el remedio de
la muerte y lo segundo de la ausencia-, dilata el remedio de la
muerte hasta el tercero
día, y el de la ausencia no sólo no lo dilata, sino
que le anticipa, sacramentándose el día
antes de morir; luego siente más Cristo la ausencia que la
muerte.
Prueba más. Dice que Cristo murió una vez y se ausentó
una vez; pero que a la muerte
no le dio más que un remedio, resucitando una vez, mas que
a la ausencia le buscó
infinitos, sacramentándose. Y así, a la muerte dio
una resurrección por remedio; pero por
una ausencia multiplica infinitas presencias. Luego siente más
la ausencia que la muerte.
Dice más: que siente Cristo tanto más la ausencia
que la muerte, que -siendo así que el
Sacramento de la Eucaristía, en cuanto sacramento, es presencia,
y en cuanto sacrificio
es muerte, en que muere Cristo tantas veces cuantas se hace presente-
no repara en
que cada presencia le cuesta una muerte. De manera que siente tanto
más Cristo el
ausentarse que el morir, que se sujetó a una perpetuidad
de muerte por no sufrir un
instante de ausencia. Luego fue mayor fineza ausentarse que morir.
Éstas son, en substancia, sus razones y pruebas, aunque por
no dilatarme las estrecho a
la tosquedad de mi estilo, en que no poco pierden de su energía
y viveza; y será preciso
hacerlo así en todos los discursos, pues V.md. los podrá
leer despacio en el mismo autor a
que me refiero, y esto no es más que unos apuntamientos o
reclamos para dar claridad a
la respuesta, que es ésta:
Siento con San Agustín que la mayor fineza de Cristo fue morir.
Pruébase por discurso:
porque lo más apreciable en el hombre es la vida y la honra,
y ambas cosas da Cristo en
su afrentosa muerte. En cuanto Dios, ya había hecho con el
hombre finezas dignas de su
Omnipotencia, como fue el criarle, conservarle, etc.; pero en cuanto
hombre, no tiene
más que poder dar, que la vida. Pruébase no sólo
con el texto: Maiorem hac dilectionem,
etc., el cual se puede entender de otros amores; sino con otros
infinitos. Sea uno el en
que Cristo dice que es buen Pastor: Ego sum pastor bonus. Bonus
pastor animam suam
dat pro ovibus suis, donde Cristo habla de sí mismo y califica
su fineza con su muerte. Y
siendo Cristo quien solo sabe cuál es la mayor de sus finezas,
claro es que cuando se
pone a ejecutoriarlas Él mismo, a haber otra mayor, la dijera;
y no ostenta para prueba de
su amor más que la prontitud a la muerte. Luego es la mayor
de las finezas de Cristo.
Más. Dos términos tiene una fineza que la pueden constituir
en el ser de grande: el
término a quo, de quien la ejecuta, y el término ad
quem, de quien la logra. El primero
hace grande una fineza, por el mucho costo que tiene al amante;
el segundo, por la
mucha utilidad que trae al amado.
Hay muchas finezas que tienen el un término, pero carecen
del otro. Sea ejemplo de las
primeras Jacob sirviendo catorce años. ¡Oh qué
trabajos! ¡Oh qué hielos! ¡Oh qué soles!
Gran fineza de parte de Jacob. Pero veamos qué utilidad trae
eso a Raquel (que es el otro
término). Ninguna: pues el tener esposo, sin esas diligencias
lo lograría su belleza. Esta
fineza tiene sólo el término a quo. Sea ejemplo de
las segundas, Ester, elevada al trono
real en lugar de la reina Vasti. ¡Gran dicha, por cierto!
¡Gran ventura! ¡Grande utilidad
para Ester! Pero veamos el otro término. ¿Qué
costo le tiene a Asuero esa fineza?
Ninguno: sólo querer. Esta fineza tiene sólo el término
ad quem. Luego para ser del todo
grande una fineza ha de tener costos al amante y utilidades al amado.
Pues pregunto,
¿cuál fineza para Cristo más costosa que morir?
¿Cuál más útil para el hombre que la
Redención que resultó de su muerte? Luego es, por
ambos términos, la mayor fineza
morir.
Encarna el Verbo, y mide por nuestro amor la inmensa distancia de
Dios a hombre; muere,
y mide la limitada que hay de hombre a muerte. Y siendo así
que aquélla es mayor
distancia, cuando nos representa sus finezas y nos recomienda su
memoria, no nos
acuerda que encarnó y nos representa que murió: Hoc
est Corpus meum, quod pro vobis
tradetur; hoc facite in meam commemorationem. Pues ¿no nos
podía decir Cristo: éste es
mi Cuerpo, que por vuestro amor le tomé y me hice hombre?
No, que la Encarnación no le
fue penosa, ni obró luego nuestra redención; y quiere
Cristo acordarnos su costo y
nuestra utilidad, que son los dos términos que hacen perfecta
una fineza, y que sólo
comprende su Muerte, que es la mayor de sus finezas.
Porque la Encarnación fue mayor maravilla, pero no fue tan
grande fineza: pues en cuanto
a maravilla, mayor maravilla fue hacerse Dios hombre, que morir
siendo hombre; pero en
cuanto a fineza, mayor costo le tuvo morir que encarnar, porque
en encarnar no perdió
nada del ser de Dios cuando se hizo Cristo, y en morir dejó
de ser Cristo, desuniéndose el
cuerpo del alma, de que se hacía Cristo. Luego fue mayor
fineza el morir.
Y parece que el mismo Señor lo reguló así. Pruébase
por discurso. Todos aquellos que se
eligen por medios para algún fin, se tienen por de menor
aprecio que el fin a que se
dirigen. La Encarnación fue medio para la muerte, pues Cristo
se hizo hombre para morir
por el hombre; conque fue mayor fineza morir que encarnar, aunque
sea mayor maravilla
encarnar que morir. Luego morir fue la mayor fineza en la graduación
del mismo Cristo,
siendo su Majestad quien únicamente las sabe graduar. Por
eso al expirar Cristo dice:
Consummatum est, porque el expirar fue la consumación de
sus finezas.
Compra Cristo (dice el autor) cada presencia con una muerte en el
Sacramento; yo
entiendo que compra la muerte con la presencia, pues tiene la presencia
por acordarnos
su muerte: Quotiescumque feceritis, in mei memoriam facietis. Aquella
fineza que el
amante desea que se imprima en la memoria del amado, es la que tiene
por mayor. Cristo
dice: Acordaos de que morí; y no dice: Acordaos de que os
crié, de que encarné, de que
me sacramenté, etc. Luego la mayor es morir.
Confírmase esta verdad. Aquella fineza que el amante ostenta
y reitera más, tiene por la
mayor. Cristo reitera su muerte, y no otra. Luego ésta fue
la mayor. Y teniendo infinitos
beneficios que podernos acordar, sólo nos acuerda que murió.
Luego ésta es la mayor.
Más. Las demás finezas de Cristo se refieren, pero
no se representan. La muerte se
refiere, se recomienda y se representa. Luego no sólo es
la mayor fineza, pero es
compendio de todas las finezas. Pruébolo. Cristo en su muerte
nos repite el beneficio de
la Creación, pues nos restituye con ella al primitivo ser
de la gracia. Cristo con su muerte
nos reitera el de la Conservación, pues no sólo nos
conserva vida temporal, muriendo
porque vivamos, sino que nos da su Carne y Sangre por sustento.
Cristo en su muerte
nos reitera el beneficio de la Encarnación, pues uniéndose
en la Encarnación a la carne
purísima de su madre, en la muerte se une a todos, derramando
en todos su sangre. Sólo
el Sacramento parece que no se representa en la muerte: y es porque
el Sacramento es
la representación de su muerte. Y esto mismo prueba ser la
mayor fineza la muerte: pues
siendo tan grande fineza el Sacramento, es sólo representación
de la muerte.
Pues en verdad que hasta ahora no hemos respondido al autor, sino
sólo defendido el
sentir de Augustino, de que la mayor fineza de Cristo fue morir.
Vamos a las razones del
autor, pues ya dejamos dichos sus fundamentos. A que, desde luego,
le concedemos que
Cristo amó más a los hombres que a su vida, pues la
dio por ellos. Pero le negamos el
supuesto de que Cristo se ausentó; y dado que se ausentase,
negamos también el que la
ausencia sea mayor dolor que la muerte.
Vamos a lo primero que es probar que Cristo no se ausentó.
Sirva de prueba, al mío, su
propio argumento. Si dice que Cristo siente tanto el ausentarse
y tan poco el morir, que
dilata el remedio de la muerte en la Resurrección hasta el
tercero día y anticipa el de la
ausencia en el Sacramento, ¿por qué suda en el Huerto:
factus est sudor eius? ¿Por qué
agoniza de congoja: factus in agonia? ¿Porque se ausenta,
si queda ya presente
Sacramentado en el Cenáculo? Y si remedia la ausencia antes
que llegue, ¿cuál ausencia
es la que siente, ya remediada? Luego la agonía no es de
que se aparta quien deja ya
asegurado el que se queda. Luego, de todo esto, se infiere que el
ausentarse no sólo no
se debe contar por la mayor fineza de Cristo, pero ni por fineza,
pues nunca llegó el caso
de ejecutarla. Dice el autor que Cristo se va porque nos importa:
Expedit vobis ut ego
vadam. Es verdad que se va, pero es falso que se ausenta. No gastemos
tiempo: ya
sabemos la infinidad de sus presencias.
Probado el que Cristo no se ausentó, no sirve la prueba de
la Magdalena para esta
conclusión, pues sólo sirviera suponiendo el autor
la ausencia que yo niego. Y mi
argumento es que la muerte de Cristo fue la mayor fineza de las
finezas que obró: no de
la supuesta ausencia, que en ésa niego todo el supuesto y
no hay relativo de
comparación entre lo que tiene ser y lo que no le tiene.
Pero porque propuse probar que
no es la ausencia mayor dolor que la muerte, y por consiguiente,
ni mayor fineza, sino al
contrario, será preciso responder a la prueba de la Magdalena.
Y así digo: que de llorar la
Magdalena en el sepulcro y no llorar al pie de la Cruz, no se infiere
que sea mayor dolor el
de la ausencia que el de la muerte; antes lo contrario.
Pruébolo. Cuando se recibe algún grande pesar, acuden
los espíritus vitales a socorrer la
agonía del corazón que desfallece; y esta retracción
de espíritus ocasiona general
embargo y suspensión de todas las acciones y movimientos,
hasta que, moderándose el
dolor, cobra el corazón alientos para su desahogo y exhala
por el llanto aquellos mismos
espíritus que le congojan por confortarle, en señal
de que ya no necesita de tanto
fomento como al principio. De donde se prueba, por razón
natural, que es menor el dolor
cuando da lugar al llanto, que cuando no permite que se exhalen
los espíritus porque los
necesita para su aliento y confortación.
Pruébase con que este mismo efecto suele ocasionar un gozo;
luego no son indicio de
muy grave dolor las lágrimas, pues es un signo tan común,
que indiferentemente sirven al
pesar y al gusto.
A dos hombres gradúa Cristo con el dulce título de
amigos. El uno es Lázaro: Lazarus
amicus noster dormit. El otro es Judas: Amice, ad quid venisti?
Suceden, a los dos, dos
infortunios: muere Lázaro muerte temporal; muere Judas muerte
temporal y eterna. Bien
claro se ve que ésta sería más sensible para
Cristo; y vemos que llora por Lázaro:
lacrymatus est Iesus, y no llora por Judas: porque aquí el
mayor dolor embargó al llanto, y
allí el menor le permitía.
La Reina de los Dolores para serlo también de los méritos,
se halla al doloroso espectáculo
de la muerte de su Unigénito; y cuando lloran con tan distante
conocimiento las hijas de
Sión, no llora la traspasada Madre: Stantem video, flentem
non video. Porque el inferior
dolor, llora; el supremo, suspende y no deja llorar.
Dentro del mismo caso de la Magdalena hallaremos otra prueba. No
hay duda que la
Magdalena amó mucho a Cristo; el mismo Señor lo testifica:
Remittuntur ei peccata multa,
quia dilexit multum. Pues siendo este amor tan meritorio, claro
está que sería perfecto; y
el perfecto, claro está que es amar a Dios sobre todas las
cosas. Luego amaba la
Magdalena más a Cristo que a Lázaro su hermano. Pues
¿cómo llora en la muerte de su
hermano: ut vidit eam Iesus flentem, etc., y no llora en la muerte
de Cristo? Es porque
tuvo menor dolor en la muerte de Lázaro que en la muerte
de su Maestro. Luego se
prueba ser mayor dolor el que no deja llorar, que el que llora.
Pruébolo más. ¿Qué dolor hay en la ausencia,
sino una carencia de la vista de lo que se
ama? Pues éste, claro está que le tiene la muerte
más circunstanciado: porque la
ausencia trae una carencia limitada; la muerte, una carencia perpetua.
Luego es mayor
dolor el de la muerte que el de la ausencia, pues es una mayor ausencia.
Aprieto más. El ausente siente sólo no ver lo que ama,
pero ni siente otro daño en sí, ni
en lo que ama; el que muere, o ve morir, siente la carencia y siente
la muerte de su
amado, o siente la carencia de su amado y la muerte propia. Luego
es mayor dolor la
muerte que la ausencia: porque la ausencia es sólo ausencia;
la muerte, es muerte y es
ausencia. Luego, si la comprende con aditamento, mayor dolor será.
Vamos al segundo sentir, que es de Santo Tomás. Dice este
Angélico Doctor que la mayor
fineza de Cristo fue el quedarse con nosotros Sacramentado, cuando
se partía a su Padre
glorioso. (Ajustadme esto con aquella tan ponderada ausencia del
discurso pasado.)
Vamos al caso.
Dice este sutilísimo ingenio, que no fue la mayor fineza de
Cristo sacramentarse, sino
quedar en el Sacramento sin uso de sentidos. Pruébalo con
el lugar de Absalón, cuando
vuelto de Gesur a la Corte y no enteramente reducido a la gracia
de David, quería más la
muerte que tan penosa ausencia. Allá verá V.md. en
el sermón lo elegante de esta
prueba; que a mí me importa, primero, averiguar la forma
de este silogismo, y ver cómo
arguye el Santo y cómo replica el autor.
El Santo dice: Sacramentarse fue la mayor fineza de Cristo. Replica
el autor: No fue, sino
quedar sin uso de sentidos en ese Sacramento. ¿Qué
forma de argüir es ésta? El Santo
propone en género; el autor responde en especie. Luego no
vale el argumento. Si el
Santo hablara de una de las especies infinitas de finezas que se
encierran en aquel erario
riquísimo del Divino Amor debajo de los accidentes de pan,
fuera buena la oposición; pero
si las comprende todas en la palabra Sacramentarse, ¿cómo
le responde oponiéndole una
de las mismas finezas que el Santo comprende?
Si uno dijese que la más noble categoría era la de
substancia, y otro le replicase que no,
sino el hombre, aunque para esto trajese muy elegantes pruebas (cuales
son las que trae
el autor), ¿no diríamos que no servían, porque
era sofístico el argumento y pecaba en la
forma, pues el hombre es especie del género substancia y
está comprendido debajo de
ella? Claro está. Pues así juzgo yo éste, si
no es que me engaño: que bien podrá ser, pero
lo que aseguro es que no será por pasión. Véalo
V.md.; que yo me sujeto en esto (como
en todo) a su corrección.
Paréceme que quitadas las primeras basas sobre que estribaba
la proposición, cae en
tierra el edificio de las pruebas: que cuanto eran más fuertes,
tanto son más prontas al
precipicio, saliendo flaco el fundamento.
Ya pienso que he satisfecho, en lo que toca a la defensa de Santo
Tomás, cuya
proposición abraza y comprende todas las finezas Sacramentales.
Pero si yo hubiera de
argüir de especie a especie con el autor dijera: que de las
especies de fineza que Cristo
obró en el Sacramento, no es la mayor el estar sin uso de
sentidos, sino estar presente al
desaire de las ofensas.
Porque privarse del uso de los sentidos, es sólo abstenerse
de las delicias del amor, que
es tormento negativo; pero ponerse presente a las ofensas, es no
sólo buscar el positivo
de los celos, pero (lo que más es) sufrir ultrajes en el
respeto. Y es ésta tanto mayor
fineza que aquélla, cuanto va de un amor agraviado a un amor
reprimido; y lo que dista el
dolor de un deleite que no se goza, a una ofensa que se tolera,
dista el de privarse de los
sentidos al de hacer cara a los agravios. No ver lo que da gusto,
es dolor; pero mayor
dolor es ver lo que da disgusto.
Venden a José sus hermanos en Egipto y privan a Jacob del
deleite de su vista. Atrévese
Rubén a violar el lecho de su padre. ¡Grandes delitos
ambos! Pero veamos los castigos
que Jacob les previene. A Rubén priva de la primogenitura,
expresando por causal el
agravio; maldícele y quiere que no crezca: Effusus es sicut
aqua, non crescas; quia
ascendisti cubile patris tui, et maculasti stratum eius. ¡Bien
merecida pena a su culpa!
Pero, veamos, ¿qué castigo asigna a los demás
por haber vendido a José? Ninguno; ni
vuelve a hacer mención de tal cosa.
Pues ¿cómo? ¿Un delito tan enorme se queda así?
¿Vender a su hermano, y a un hermano
tal como José, delicias y consuelo de Jacob y después
amparo de todos? ¿Y esto se
olvida y a Rubén castigan? Sí, que en la venta de
José privaron a Jacob sólo del deleite
de su amor; pero Rubén ofendió su amor y su respeto.
Y es menos dolor privarse del logro
del amor, que sufrir agravios del amor y del respeto. Luego es en
Cristo mayor fineza ésta
que aquélla. Esto he dicho de paso, que ya digo que es argumento
de especie a especie,
que puede hacerse al autor, no al Santo.
Vamos a la tercera, que es de San Juan Crisóstomo. Dice el
Santo: que la mayor fineza
de Cristo fue lavar los pies a los discípulos. Dice el autor:
que no fue la mayor fineza lavar
los pies, sino la causa que le movió a lavarlos.
Otra tenemos, no muy diferente de la pasada: aquélla, de especie
a género; ésta, de
efecto a causa. ¡Válgame Dios! ¿Pudo pasarle
por el pensamiento al divino Crisóstomo,
que Cristo obró tal cosa sin causa, y muy grande? Claro está
que no pudo pensar tal
cosa. Antes no sólo una causa sino muchas causas manifiesta
en tan portentoso efecto
como humillarse aquella Inmensa Majestad a los pies de los hombres.
Éste es el efecto; y
con su energía, el Crisóstomo quiere que infiramos
de él lo grande de las causas, sin
expresarlas, porque no pudo hallar más viva expresión
que referir tan humilde ministerio en
tanta soberanía, como diciendo: Mirad cómo nos amó
Cristo, pues se humilló a lavarnos
los pies; mirad lo que deseó enseñarnos con su ejemplo,
pues se abatió hasta lavarnos los
pies; mirad cuánto solicitó la conversión de
Judas, pues llegó a lavarle los pies. Y otras
muchas más causas que el Evangelio expresa y muchas más
que calla, y que el
Crisóstomo incluye en aquel: Lavó los pies a sus discípulos.
Pues si el motivo de lavar los pies y la ejecución de lavarlos
se han como causa y efecto,
y la causa y efecto son relativos, que aquí no pueden separarse,
¿dónde está esta
mayoría que el autor halla entre lavar y la causa de lavar,
si sólo su diferencia es ser
generante la causa y el efecto engendrado? ¿Ni cuál
es la mayor fineza que da a lo que el
Santo dice? Pues al fin se refunde en que Cristo se abatió
a los pies de Judas, cuyo
corazón era trono de Satanás, y éste es el
efecto que el Santo pondera y expresa; y que
la causa fue reducirle, y ésta es la causa, o una de las
causas, que el Santo incluyó,
refiriendo el efecto, con más misteriosa ponderación
que si las expresara.
Quiere el Evangelista San Juan dar pruebas del amor del Eterno Padre
y lo prueba con el
efecto: Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum Unigenitum daret.
Amó Dios de manera al
Mundo que le dio a su hijo. Luego el efecto es el que prueba la
causa. Para encender
nuestros deseos en los bienes eternos, se nos dice que ni ojos vieron,
ni oídos oyeron, ni
corazón humano puede comprender cómo es aquella felicidad
eterna. Pues ¿no fuera
mejor, para excitarnos el deseo, pintarnos la Gloria? No, que lo
que no cabe en las voces
queda más decente en el silencio; y expresa y da a entender
más un: no se puede
explicar cómo es la Gloria, que un: así es la Gloria.
Así el Crisóstomo: la obra, que es
exterior, expresa; la causa, la supone, y como inexplicable la deja
de decir.
Para dar mayor claridad a lo dicho y apoyar más la propiedad
con que habló el Santo,
apuremos qué cosa es fineza. ¿Es fineza, acaso, tener
amor? No, por cierto, sino las
demostraciones del amor: ésas se llaman finezas. Aquellos
signos exteriores
demostrativos, y acciones que ejercita el amante, siendo su causa
motiva el amor, eso se
llama fineza. Luego si el Santo está hablando de finezas
y actos externos, con grandísima
propiedad trae el Lavatorio, y no la causa: pues la causa es el
amor, y el Santo no está
hablando del amor, sino de la fineza, que es el signo exterior.
Luego no hay para qué ni
por qué argüirle, pues lleva el Santo supuesto lo que
después le sacan como nuevo.
Ya hemos respondido por los tres Santos. Ahora vamos a lo más
arduo, que es a la
opinión que últimamente forma el autor: al Aquiles
de su sermón; a la que, en su sentir,
tiene por la mayor fineza de Cristo, y a la que dice que ninguno
le dará otra que le iguale,
que es decir que Cristo no quiso la correspondencia de su amor para
sí, sino para los
hombres, y que ésta fue la mayor fineza: amar sin correspondencia.
Pruébalo con aquellas palabras: Et vos debetis alter alterius
lavare pedes. De donde
infiere que Cristo no quiere que le correspondamos ni que le amemos,
sino que nos
amemos unos a otros; y dice que es la mayor fineza de Cristo ésta,
porque es fineza sin
interés de correspondencia. Para esto no trae pruebas de
Sagrada Escritura, porque dice
que la mayor prueba de esta fineza es el carecer de pruebas, porque
es fineza sin
ejemplar.
Conque bien mirada la proposición, tiene dos miembros a que
responder. El uno es que
Cristo no quiso nuestra correspondencia. El otro, que no tiene prueba
esta fineza de
Cristo. Conque serán dos las respuestas. Una, probar que
no sólo no fue fineza la que el
autor dice; pero que fue fineza lo contrario, que es que Cristo
quiere nuestra
correspondencia, y que ésta es la fineza. La otra, probar
que cuando supusiéramos que
era fineza la que dice el autor, no le faltaran pruebas en la Sagrada
Escritura, ni
ejemplares donde nada falta.
Vamos a lo primero, que es probar que no fue fineza la que dice el
autor, ni Cristo la hizo.
El probar que Cristo quiso nuestra correspondencia y no la renunció,
sino que la solicitó,
es tan fácil, que no se halla otra cosa en todas las Sagradas
Letras que instancias y
preceptos que nos mandan amar a Dios. Ya se ve que el primer precepto
es: Diliges
dominum Deum tuum ex toto corde tuo, et ex tota anima tua, et ex
tota mente tua. Pues
¿cómo se puede entender que Cristo no quiere nuestra
correspondencia cuando con tanto
aprieto la encarga y manda? Claro está que el autor sabrá
esto mejor que yo, sino que
quiso hacer ostentación de su ingenio, no porque sintiese
que lo podría probar; pues
aunque en la cláusula: et vos debetis alter alterius lavare
pedes, no se expresa el amor
que nos pide Cristo para sí y se expresa el que nos manda
tener al prójimo, se incluye y
envuelve en ella misma el amor de Dios, aunque no se expresa con
mayor eficacia que el
del prójimo, que se manda.
Pruébolo por razón. Manda Dios amar al prójimo
y quiere que lo hagamos porque él lo
manda. Luego deja supuesto que debemos amar más a Dios, pues
por su obediencia
hemos de amar al prójimo. Cuando se hace, por respeto de
alguno, alguna acción a favor
de otro, más se aprecia aquél por cuya atención
se hace, que al con quien se hace.
Quiere Dios destruir al pueblo por el pecado de la idolatría.
Interpónese Moisés diciendo: O
perdónales o bórrame del Libro de la Vida. Perdona
Dios a aquel pueblo ingrato por esta
interposición. ¿Quién quedó aquí
-pregunto- más obligado a Dios, Moisés o el pueblo?
Claro está que Moisés, pues aunque el beneficio resultó
en bien del pueblo y quedó muy
obligado a Dios, más lo quedó Moisés, pues
lo hizo Dios por su respeto. Quiere Cristo que
nos amemos, pero que nos amemos en él y por él. Luego
su amor es primero. Y si no,
veamos cómo lleva el que nos amemos sin su respeto. Manda
Cristo amar a los padres:
Honora patrem tuum; manda amar al prójimo: Diliges proximum
tuum, sicut te ipsum. Bien,
¿pero cómo ha de ser este amor? Anteponiendo siempre
el suyo no sólo a los amores
prohibidos, no sólo a los viciosos, sino a los lícitos,
a los obligatorios, a los que él mismo
nos manda tener, como entre el padre y el hijo, entre la mujer y
el marido. Y todos los
demás que Su Majestad quiere, no los quiere en no siendo
por su respeto; antes los
aborrece y los separa. Y si no, véase el admirable orden
con que en el Evangelio nos va
enseñando el modo de cumplir y de practicar aquel primer
precepto: Diliges Dominum
Deum tuum, etc. Ha mandado Su Majestad amar a los padres: Honora
patrem tuum. Y
para que no pensemos que los podemos amar más que a Dios,
dice: qui amat patrem, aut
matrem plus quam me, non est me dignus. Y aquí parece que
se contenta Dios sólo con
que no amemos más a los padres que a su Majestad. Pues no;
más adelante pasa la
obligación, pues hasta ahora sólo manda no amarlos
más, pero después manda
aborrecerlos si son estorbo de su servicio: Si quis venit ad me,
et non odit patrem suum,
et matrem, et uxorem, et filios, et fratres, et sorores, etc. He
aquí que ya nos manda
aborrecer a todos los propincuos. Pues todavía falta, que
aún quedamos enteros, y ni aun
a nuestros miembros hemos de perdonar si importa a su servicio:
Si autem manus tua, vel
pes tuus scandalizat te, abscide eum, et proiice abs te. En verdad
que ya ni la mano, ni
el pie, ni el ojo están exentos. Pero aún hay vida;
pues no, ni ésta tampoco: Qui non odit
patrem suum, et matrem suam, et uxorem, et filios, et fratres, et
sorores, adhuc autem
et animam suam, non potest meus esse discipulus. ¡Válgame
Dios, qué apretado precepto
que no reserva ni aun la vida! Pero aún nos queda el ser.
¿Cómo? ¡Ni el ser se reserva!
Oigamos: Si quis vult post me venire, abneget semetipsum. Si alguno
quiere seguirme,
niéguese a sí mismo. Veis ahí como nada hay
reservado en importando a su servicio. Pues
¿cómo hemos de pensar que no quiere nuestro amor para
sí, si vemos que los más lícitos
amores nos prohibe cuando se oponen al suyo? Y no como quiera, sino
que les hace
guerra a sangre y fuego: ego veni ignem mittere in terram; y en
otra parte: non veni
mittere pacem in terram, sed gladium. Veni enim separare hominem
adversus patrem
suum, et filiam adversus matrem suam, et nurum adversus socrum suam;
et inimici
hominis, domestici eius. En que es para mí muy notable la
circunstancia de decir Cristo
que viene a apartar la nuera de la suegra y a hacer a los criados
enemigos de su dueño.
Pues, Señor, ¿qué necesidad hay de que vos
los apartéis y enemistéis? ¿Ellos no se están
separados y enemistados? Apartar al padre del hijo y a la hija de
la madre, al marido de la
mujer, al hermano del hermano, bien está, porque todos éstos
se aman; pero ¿a la nuera
de la suegra, a los criados del amo? No lo entiendo; porque ¿qué
nuera no aborrece a su
suegra, qué criado no es necesario enemigo de su dueño?
Pues ¿qué necesidad hay de
separarlos si ellos lo están? Ése es el mayor aprieto
del precepto: que habiendo tan pocas
excepciones de buenos criados y nueras amantes de suegras, no obstante
los
comprende, porque los pocos que suele haber de esta línea
no se tengan por exentos del
precepto (que ya vimos un Eliezer fiel criado de Abraham y una Rut
amante de su suegra
Noemí), porque es Dios muy celoso de lo que toca a este punto
de la primacía de su amor
y así apenas se halla plana sagrada en que no le repita:
Ego sum Dominus Deus tuus
fortis, zelotes. Yo soy tu Señor y Dios fuerte y celoso.
Y hace de manera ostentación de
su amor en sus celos que, después de haber hecho varias amenazas
a la Sinagoga por
sus maldades, la última y más terrible es: Auferam
a te zelum meum. Como si le dijera:
pues con tantos beneficios no te quieres reducir, ni con tantos
castigos te quieres
enmendar, yo ejecutaré en ti el mayor de todos. ¿Y
cuál es, Señor? ¿Cuál? Auferam a te
zelum meum: quitaré de ti mis celos, que es señal
de que quito de ti mi amor.
Quiere Dios examinar la fe del patriarca Abraham y mándale
sacrificar a Isaac, su hijo.
Ahora reparo yo: ¿por qué es Isaac el señalado;
no era hijo también Ismael?
Y si el sacrificio había de ser de un hijo, ¿no bastaba
que fuese Ismael, o al menos que
Dios le dijera: Sacrifícame uno de tus hijos, sin señalar
cuál, y dejar libre la elección a su
padre? Pues ¿por qué nombra a Isaac? Atiéndase
a las palabras: Tolle filium tuum, quem
diligis, Isaac, et sacrifica mihi illum, etc. ¿Así
que el querido es Isaac? Pues sea Isaac el
sacrificado; que parece que está Dios celoso de que sea Isaac
tan amado de su padre, y
quiere probar cuál amor puede más con Abraham, si
el suyo o el del hijo.
Más. Bien sabemos que Dios sabía lo que Abraham había
de hacer y que le amaba más a
él que a Isaac; pues ¿para qué es este examen?
Ya lo sabe, pero quiere que lo sepamos
nosotros, porque es Dios tan celoso, que no sólo quiere ser
amado y preferido a todas las
cosas, pero quiere que esto conste y lo sepa todo el mundo; y para
esto examina a
Abraham. De todo esto juzgo que se puede conocer el grande aprieto
con que Cristo pide
nuestro amor y que cuando manda que nos amemos, es siendo su Majestad
el medio de
este amor. De manera que para amarnos unos a otros ha de ser Su
Majestad el medio y la
unión. Y nadie ignora que el medio que une dos términos,
se une él más estrecha e
inmediatamente con ellos, que a ellos entre sí. Cristo se
pone por medio y unión: luego
quiere que le amemos, cuando manda que amemos al prójimo.
Dice más Cristo: que su precepto es que amemos al prójimo
como su Majestad nos ama:
Hoc est praeceptum meum, ut diligatis invicem, sicut dilexi vos.
Aquí sólo manda que nos
amemos unos a otros. Pero para poder cumplir nosotros este precepto,
¿qué disposición
hemos menester? El mismo Cristo la enseña: Qui diligit me,
mandatum meum servabit; y el
evangelista San Juan, en la Epístola I, capítulo 5,
dice: Haec est enim charitas Dei, ut
mandata eius custodiamus. Luego para cumplir el precepto de amar
al prójimo hemos de
amar primero a Dios. Si Cristo (como dice en otro sermón
el mismo autor) se llama Vid y a
nosotros Sarmientos: Ego sum vitis, vos palmites, y los sarmientos
primero se unen a la
vid que ellos entre sí; luego quiere Cristo, luego solicita
Cristo, luego manda Cristo que le
amemos.
Creo que me he alargado superfluamente en lo que por sí está
tan claro; pero eso mismo
causa el que ocurra tanto que decir en la materia, que se trabaja
más en dejarlo que en
ponerlo. De lo dicho juzgo que sale por legítima consecuencia
que Cristo no hizo por
nosotros la fineza que el autor supone de no querer correspondencia.
Podránme replicar que si hay fineza que sea digna de tal nombre
que Cristo dejase de
hacer por nosotros con su inmenso amor. Y diré yo que sí
hay, porque hay finezas que les
ocasiona a serlo nuestra limitada naturaleza; y ésas no hizo
Cristo, porque no eran
conformes a su perfección infinita, ni decentes a su inmensa
Majestad, ni a la dignidad y
soberanía suya. Verbi gratia: Los justos hacen por Cristo
algunas finezas que Cristo no
hizo por ellos, como es resistir tentaciones luchando con nuestra
naturaleza, que
coinquinada con el pecado, está propensa al mal, y a más
de esto, el temor y peligro de
ser de ellas vencido y pelear con incertidumbre de la victoria o
la pérdida. Ninguna de
estas dos especies de finezas pudo hacer Cristo, pues ni pudo ser
tentado ni menos
temer peligros de pecar. Pues aunque su Majestad fue llevado al
desierto, ut tentaretur a
diabolo, bien saben los doctos cómo se entiende este lugar,
y lo explica el glorioso doctor
San Gregorio sobre el mismo, diciendo que la tentación es
en tres maneras: por sugestión,
delectación o consentimiento.
Del primer modo -dice- solamente pudo Cristo ser tentado del Demonio.
Porque nosotros,
cuando somos tentados, las más veces caemos o en el consentimiento
o en la
delectación, o podemos, al menos, caer en una de las dos
cosas o en ambas; porque
como hijos de pecado y concebidos en él, tenemos en nosotros
mismos la semilla de la
culpa, que es el fomes peccati que nos inclina a pecar. Pero Cristo,
nacido de madre
virgen y por concepción milagrosa, era impecable; por lo
cual no pudo sentir en sí ninguna
repugnancia ni contradicción al obrar bien, y así
sólo pudo ser tentado por sugestión, que
es una tentación extrínseca y que estaba muy lejos
de su mente y no le podía inclinar, ni
hacer guerra ninguna. Y no teniendo ni la lucha ni el riesgo, no
pudo hacer la fineza de
resistir ni temer el riesgo de pecar. Por lo cual dice el Apóstol:
adimpleo ea quae desunt
passionum Christi, in carne mea pro corpore eius, quod est Ecclesia.
¿Pues cómo, si fue
copiosa la Redención: copiosa apud eum redemptio, dice San
Pablo que añade o que llena
la pasión de Cristo? ¿A la Pasión pudo faltarle
algo? ¿Qué hizo San Pablo que no hizo
Cristo? El mismo Apóstol lo dice: Datus est mihi stimulus
carnis meae angelus Satanae, qui
me colaphizet. Esto es lo que faltó a la pasión de
Cristo: luchar con tentaciones y temer
peligros de pecar; y esto es lo con que dice San Pablo que llena
la pasión de Cristo; y
éstas son las finezas que no pudo hacer Cristo y podemos
hacer nosotros.
Pues así, el no querer correspondencia fuera fineza en un
amor humano, porque fuera
desinterés; pero en el de Cristo no lo fuera, porque no tiene
interés ninguno en nuestra
correspondencia. Pruébolo. El amor humano halla en ser correspondido,
algo que le faltara
si no lo fuera, como el deleite, la utilidad, el aplauso, etc. Pero
al de Cristo nada le falta
aunque no le correspondamos. En sí y consigo se tiene todos
sus deleites, todas sus
riquezas y todos sus bienes. Luego nada renunciara si renunciara
nuestra
correspondencia, pues nada le añade; y el renunciar lo que
era nada no era ninguna
fineza; y como no era fineza en Cristo, por eso no la hace Cristo
por nosotros. En el libro
de Job, al capítulo XXXV, se lee, hablando de la soberanía
con que Dios no nos ha
menester: Porro si iuste egeris, quid donabis ei, aut quid de manu
tua accipiet? Homini,
qui similis tui est, nocebit impietas tua; et filium hominis adiuvabit
iustitia tua. De donde
sale claro que nosotros necesitamos de correspondencias porque nos
traen utilidades, y
por tanto fuera fineza y muy grande el renunciarlas. Pero en Cristo
que no le resulta
ninguna de nuestra correspondencia, no fuera fineza el no quererla.
Y por eso, como ya
dije, no la hace Cristo por nosotros; y antes hace lo contrario,
que es solicitar nuestra
correspondencia sin haberla menester, y ésa es la fineza
de Cristo.
Es el amor de Cristo muy al revés del de los hombres. Los
hombres quieren la
correspondencia porque es bien propio suyo; Cristo quiere esa misma
correspondencia
para bien ajeno, que es el de los propios hombres. A mi parecer
el autor anduvo muy
cerca de este punto, pero equivocólo y dijo lo contrario;
porque, viendo a Cristo
desinteresado, se persuadió a que no quería ser correspondido.
Y es que no dio el autor
distinción entre correspondencia y utilidad de la correspondencia.
Y esto último es lo que
Cristo renunció, no la correspondencia. Y así, la
proposición del autor es que Cristo no
quiso la correspondencia para sí sino para los hombres. La
mía es que Cristo quiso la
correspondencia para sí, pero la utilidad que resulta de
esa correspondencia la quiso para
los hombres.
Acá el amante hace la correspondencia medio para su bien;
Cristo hace la
correspondencia medio para bien de los hombres. De manera que divide
la
correspondencia y el fin de la correspondencia. La correspondencia
reserva para sí. El fin
de ella, que es la utilidad que de ella resulta, se lo deja a los
hombres. Acá los amantes
recíprocos quieren el bien de su amor para su amado, pero
el bien del amor del amado
para sí; Cristo, el bien del amor que tiene al hombre y el
bien del amor que el hombre le
tiene, todo quiere que sea para el hombre. Examina Cristo a Pedro
de su amor y dícele:
Petre, amas me? Responde Pedro con aquellas ardientes ponderaciones
que brotaba su
encendido corazón, que sí y que pondrá la vida
por su amor. Veamos para qué es este
examen tan apretado de Cristo. Sin duda que quiere que Pedro le
haga algún gran
servicio. Sí quiere. ¿Y cuál es? Pasce oves
meas. Esto es lo que quiere Cristo: que el
amor de Pedro sea suyo, pero que la utilidad resulte en las ovejas.
Bien pudiera Cristo
decirle a Pedro, y parece que era más congruente: Pedro,
¿amas a las ovejas? Pues
apaciéntalas; y no dice sino: Pedro, ¿me amas a mí?
Pues guarda mis ovejas. Luego
quiere el amor para sí, y la utilidad para los hombres.
Pudiéranme, ahora, replicar diciendo: Si Cristo no ha menester
el amor del hombre para
bien suyo, sino para el bien del mismo hombre, y para este bien
basta el amor de Cristo,
que es quien nos ha de hacer el bien, ¿para qué solicita
el amor del hombre, pues sin que
el hombre le ame, puede Cristo hacerle bien?
Para responder a esta réplica es menester acordarnos que Dios
dio al hombre libre albedrío
con que puede querer y no querer obrar bien o mal, sin que para
esto pueda padecer
violencia, porque es homenaje que Dios le hizo y carta de libertad
auténtica que le
otorgó. Pues ahora, de la raíz de esta libertad nace
que no basta que Dios quiera ser del
hombre, si el hombre no quiere que Dios sea suyo. Y como el ser
Dios del hombre es el
sumo bien del hombre y esto no puede ser sin que el hombre quiera,
por eso quiere Dios,
solicita y manda al hombre que le ame, porque el amar a Dios es
el bien del hombre. Dice
el Real Profeta David que Dios es Dios y Señor porque no
necesita de nuestros bienes:
Dixi Domino: Deus meus es tu, quoniam bonorum meorum non eges. Aquí
se conoce claro
que Dios no necesita de nuestros bienes. Después, hablando
en persona del mismo Señor
dice, haciendo ostentación de su poder: Yo no he menester
vuestros sacrificios, ni
vuestros holocaustos. Yo no recibo vuestros becerros ni vuestros
hircos. Mías son todas
las aves que vuelan y las fieras que pacen; mía toda la abundancia
que produce en sus
frutos la tierra; mía, en fin, toda la máquina del
orbe. ¿Por ventura pensáis que me
sustentan las carnes de los toros o que bebo la sangre vertida de
los cabritos? Pues,
Señor Altísimo -le pudiéramos responder-, si
de nada necesitáis porque todo es vuestro;
si desdeñáis todas las víctimas y no aceptáis
los sacrificios; si sois todopoderoso e
infinitamente rico, ¿qué podremos hacer en vuestro
servicio, vuestras pobres criaturas?
Ved que es desconsuelo nuestro el no poderos ofrecer nada, porque
lo tenéis todo,
cuando nos tenéis tan obligados con vuestros infinitos beneficios.
Sí podéis -parece que
nos responde al verso 14 del mismo salmo-: Immola Deo sacrificium
laudis; et redde
Altissimo vota tua. Et invoca me in die tribulationis; eruam te,
et honorificabis me. Como
si dijera: Hombre, ¿quieres corresponder a lo mucho que te
he dado? Pues pídeme más, y
eso recibo yo por paga. Llámame en tus trabajos para que
te libre de ellos; que esa
confianza tuya tengo yo por honra mía. ¡Oh primor del
Divino Amor: decir que es honor
suyo lo que es provecho nuestro! ¡Oh sabiduría de Dios!
¡Oh liberalidad de Dios! Y ¡oh
finezas sólo de Dios y sólo dignas de Dios! Para esto
quiere Dios nuestro amor: para
nuestro bien, no para el suyo. Y esto fue el primor de su fineza:
no el no querer nuestra
correspondencia- como quiere el autor-, sino el quererla para bien
nuestro.
Ya queda probado que Criso quiso nuestra correspondencia y que su
fineza mayor fue el
quererla. Falta ahora el probar lo que prometí, que es que,
cuando supongamos que fuera
fineza el no quererla, no le faltaran -como quiere el autor- pruebas,
ni ejemplares, a esa
fineza en la Sagrada Escritura; aunque el autor la hace tan grande
y tan sin ejemplar, que
dice que no ha habido quien del amor que tiene quiera para otro
la correspondencia.
Veamos si yo hallo alguno que lo haya hecho. Mata Absalón
a su hermano Amnón por el
estupro de Tamar. ¿Y qué hace su padre, el rey David?
Se indigna tanto que obliga a
Absalón a salir, huyendo de la muerte, a Gesur; y permanece
tan airado el rey, que aun
Joab, su primer ministro, no se atreve a hablar en su perdón
si no es por medio de la
Tecuites; y aun después de todo no quiere David que Absalón
le vea la cara. ¡Grande
enojo! ¡Grande ira! Vuelve en fin Absalón a la gracia
de su padre, y apenas se ve en ella,
cuando, traidor y rebelde a su amor y a su corona, se hace aclamar
rey en Hebrón;
procura no sólo quitar a su padre el reino, pero la vida
y la honra profanando
públicamente sus lechos. ¡Oh qué ofensas! ¡Oh
qué ingratitudes! ¡Oh qué ultrajes! ¡Qué
tal podemos esperar que esté David de indignado, de ofendido,
de airado contra tan mal
hijo, contra tan traidor vasallo! ¿Desabrocha las Euménides
irritadas de su pecho? Poco
falta para que lo veamos, que ya la fortuna de las armas está
en favor de David y se
podrá vengar a su satisfacción. Oigamos el orden que
para esto da al general Joab:
Servate mihi puerum Absalom. ¡Jesús! ¿Qué
orden es ésta tan al revés de lo que se
esperaba? Pues no para ahí. Quebranta Joab, inobediente,
el orden; mata a Absalón. ¿Y
qué hace David? ¿Qué? Llora, y se vuelve toda
la victoria en llanto; y no como quiera,
sino que desea ser él el muerto, porque sea Absalón
el vivo: Fili mi Absalom, quis mihi det,
ut ego moriar pro te? ¿Qué es esto, David; así
lloráis por un hijo tan enemigo; por un
vasallo tan traidor? ¿Por quien os quería quitar la
vida queréis vos dar la vuestra? Y ya
que es tan grande vuestro amor que le queráis perdonar tan
execrables maldades contra
vos, ¿cómo cuando mató a su hermano Amnón,
no mostrasteis esa ternura, sino que le
queríais matar a él? Éste es el mismo Absalón:
pues ¿cómo ahí estáis airado por la menor
ofensa que fue matar a su hermano, y aquí, por la mayor que
es quereros matar a vos, no
sólo no estáis enojado, mas estáis tierno?
¿Más sentimiento hicisteis de que Absalón
fuese cruel con Amnón, que no de que lo fuese con vos? ¿Más
sentís que faltase Absalón
al amor de Amnón que al vuestro? Sí, así pasó.
Pues ahora, ¿para quién pedía David la
correspondencia de su amor? Bien claro se ve que para Amnón
y no para sí. Luego hay
prueba y ejemplares de quien busca para otro la correspondencia
que se le debe. Luego
cuando fuera fineza en Cristo no buscar correspondencia, no carecería
de prueba, como
dijo el autor; que es la segunda parte a que prometí responder.
Con lo cual me parece que, aunque con mi rudeza, cortedad y poco
estudio, he
obedecido a V.md. en lo que me mandó. La demasiada prisa
con que lo he escrito no ha
dado lugar a pulir algo más el discurso, porque festinans
canis caecos parit catulos.
Remítole en embrión, como suele la osa parir sus informes
cachorrillos; y así lleva este
defecto más, entre los muchos que V.md. le reconocerá.
Pero todos van a sus manos de
V.md. Unos corregirá con discreción y otros suplirá
con su amistad. El asunto también,
con su dificultad, deja disculpado el no conseguirse; pues en blanco
inaccesible no queda
tan desairado el yerro del tiro como en los comunes, y basta para
bizarría en los pigmeos
atreverse a Hércules. A vista del elevado ingenio del autor
aun los muy gigantes parecen
enanos. ¿Pues qué hará una pobre mujer? Aunque
ya se vio que una quitó la clava de las
manos a Alcides, siendo uno de los tres imposibles que veneró
la antigüedad. Y hablando
más a lo cristiano, quae stulta sunt mundi elegit Deus, ut
confundat sapientes; et infirma
mundi elegit Deus, ut confundat fortia; et ignobilia mundi et contemptibilia
elegit Deus, et
ea quae non sunt, ut ea quae sunt destrueret: ut non glorietur omnis
caro in conspectu
eius. Creo cierto que si algo llevare de acierto este papel, no
es obra de mi
entendimiento, sino sólo que Dios quiere castigar con tan
flaco instrumento la, al parecer,
elación de aquella proposición: que no habría
quien le diese otra fineza igual, con que
cree el orador que puede aventajar su ingenio a los de los tres
Santos Padres y no cree
que puede haber quien le iguale. Y pensando que no se estrechó
la mano de Dios a
Augustino, Crisóstomo y Tomás, piensa que se abrevió
a él para no poder criar quien le
responda. Que cuando yo no haya conseguido más que el atreverme
a hacerlo, fuera
bastante mortificación para un varón tan de todas
maneras insigne; que no es ligero
castigo a quien creyó que no habría hombre que se
atreviese a responderle, ver que se
atreve una mujer ignorante, en quien es tan ajeno este género
de estudio, y tan distante
de su sexo; pero también lo era de Judit el manejo de las
armas y de Débora la judicatura.
Y si con todo, pareciere en esto poco cuerda, con romper V.md. este
papel quedará
multado el error de haberlo escrito.
Finalmente, aunque este papel sea tan privado que sólo lo
escribo porque V.md. lo manda
y para que V.md. lo vea, lo sujeto en todo a la corrección
de nuestra Santa Madre Iglesia
Católica, y detesto y doy por nulo y por no dicho todo aquello
que se apartare del común
sentir suyo y de los Santos Padres. Vale.
Bien habrá V.md. creído, viéndome clausurar
este discurso, que me he olvidado de esotro
punto que V.md. me mandó que escribiese: Que cuál
es, en mi sentir, la mayor fineza del
Amor Divino. Lo cual me oyó V.md. discurrir en la misma conversación
citada. Pues no ha
sido olvido sino advertencia, porque allí, como era una conversación
sucesiva, fueron
llamando unos discursos a otros, aunque no fuesen muy del caso,
y aquí es necesario
hacer separación de los que no lo son, para no confundir
uno con otro. Explícome. Como
hablamos de finezas, dije yo que la mayor fineza de Dios, en mi
sentir, eran los beneficios
negativos; esto es, los beneficios que nos deja de hacer porque
sabe lo mal que los
hemos de corresponder. Ahora, este modo de opinar tiene mucha disparidad
con el del
autor, porque él habla de finezas de Cristo, y hechas en
el fin de su vida, y esta fineza
que yo digo es fineza que hace Dios en cuanto Dios, y fineza continuada
siempre; y así
no fuera razón oponer ésta a las que el autor dice,
antes bien fuera una muy viciosa
argumentación y muy censurable; por lo cual me pareció
separarla, y como discurso
suelto e independiente de lo demás, ponerlo aquí para
que V.md. logre del todo el deseo,
pues el mío es sólo obedecerle.
La mayor fineza del Divino Amor, en mi sentir, son los beneficios
que nos deja de hacer
por nuestra ingratitud. Pruébolo. Dios es infinita bondad
y bien sumo, y como tal es de su
propia naturaleza comunicable y deseoso de hacer bien a sus criaturas.
Más, Dios tiene
infinito amor a los hombres, luego siempre está pronto a
hacerles infinitos bienes. Más,
Dios es todopoderoso y puede hacerles a los hombres todos los bienes
que quisiere, sin
costarle trabajo, y su deseo es hacerlos. Luego Dios, cuando les
hace bienes a los
hombres, va con el corriente natural de su propia bondad, de su
propio amor y de su
propio poder, sin costarle nada. Claro está. Luego cuando
Dios no le hace beneficios al
hombre, porque los ha de convertir el hombre en su daño,
reprime Dios los raudales de su
inmensa liberalidad, detiene el mar de su infinito amor y estanca
el curso de su absoluto
poder. Luego, según nuestro modo de concebir, más
le cuesta a Dios el no hacernos
beneficios que no el hacérnoslos y, por consiguiente, mayor
fineza es el suspenderlos que
el ejecutarlos, pues deja Dios de ser liberal -que es propia condición
suya-, porque
nosotros no seamos ingratos- que es propio retorno nuestro-; y quiere
más parecer
escaso, porque los hombres no sean peores, que ostentar su largueza
con daño de los
mismo beneficiados. Y siendo así que ésta es una como
nota en la opinión de liberal,
antepone el aprovechamiento de los hombres a su propia opinión
y a su propio natural.
Predica el Redentor su milagrosa doctrina, y habiendo hecho en tantos
lugare tantos
milagros y maravillas, llega a su patria, que parece que debía
ser preferida en el cariño, y
apenas llega, cuando en vez de aplaudirle sus vecinos y compatriotas,
empiezan a
censurarle y a sacarle las que, a su parecer de ellos, eran faltas,
diciendo: Nonne hic est
fabri filius? Nonne mater eius dicitur Maria, et fratres eius, Iacobus,
et Ioseph, et Simon,
et Iudas: et sorores eius, nonne omnes apud nos sunt? Unde ergo
huic omnia ista? Y
prosigue el Evangelista: Non fecit ibi virtutes multas propter incredulitatem
illorum. De
manera que Cristo bien quería hacer milagros en su patria,
bien quería hacerles beneficios,
pero mostraron ellos luego su dañado ánimo en la murmuración
y el modo con que
recibirían los favores de Cristo, y por eso se contuvo Cristo
en hacerlos: por no darles
ocasión de ser más malos, como lo expresa el Evangelista:
que no hizo muchas maravillas
por su incredulidad. Y bien sabía Cristo que también
le habían ellos de murmurar el no
hacerlas, y tener por escaso y avaro, y así les adelantó
él mismo lo que ellos habían de
decir y les dijo: Utique dicetis mihi hanc similitudinem: Medice,
cura te ipsum: quanta
audivimus facta in Capharnaum, fac et hic in patria tua. Y para
satisfacer a la calumnia
antevista les dice que en tiempo de Elías había muchas
viudas y sola una fue remediada,
y que muchos leprosos había en tiempo de Eliseo y sólo
curó a Naamán sirio, y que ningún
profeta es acepto en su patria. Ellos, no entendiendo la satisfacción
y prosiguiendo en la
calumnia, le quisieron precipitar, confirmando con esta maldad el
motivo por que Cristo no
les hacía beneficios positivos, sino el negativo de no darles
ocasión de cometer mayor
pecado. Y éste fue el mayor beneficio que pudo Cristo hacer
por entonces a su ingrata
patria, en que la prefirió a aquellas dos ciudades que el
mismo Señor amenaza por haber
sido ingratas a las maravillas que en ellas obró, diciendo:
Vae tibi Corozain, vae tibi
Bethsaida: quia, si in Tyro et Sidone factae essent virtutes, quae
factae sunt in vobis,
olim in cilicio, et cinere poenitentiam egissent. Verumtamen dico
vobis: Tyro et Sidoni
remissius erit in die iudicii, quam vobis. ¡Ay de vosotras,
que si en Tiro y Sidón se
hubieran hecho las maravillas que se han hecho en vosotras, se hubieran
ya convertido!
Pero yo os aseguro que en el juicio tremendo serán ellas
menos castigadas que vosotras.
Luego de este mayor cargo excusa el Señor a Nazaret con no
hacerle beneficios, y
entonces es el mayor beneficio el no hacerlos, porque excusa el
mayor cargo que de él le
resultara. Gravius -dice el glorioso San Gregorio- inde iudicemur,
cum enim augentur dona,
rationes etiam crescunt donorum. Mientras más es lo recibido
más grave es el cargo de la
cuenta. Luego es beneficio el no hacernos beneficios cuando hemos
de usar mal de ellos.
Hizo Dios a Judas, fuera de los beneficios generales, muchos particulares,
y llegando el
caso de su sacrílega traición, lamentando Cristo,
no su muerte, sino el daño del ingrato
discípulo, dice: Vae homini illi, per quem tradar ego, bonum
erat ei, si natus non fuisset.
Con que parece que se arrepiente de haberle hecho el beneficio de
la creación, porque le
estuviera mejor el no haber nacido que nacer para ser tan malo.
Más claro se da a
entender esto cuando ofendido Dios de las maldades de los hombres
determinó acabar el
mundo por agua; pues, usando de las humanas locuciones, dice el
texto que dijo: Delebo,
inquit, hominem, quem creavi a facie terrae, ab homine usque ad
animantia, a reptili
usque ad volucres coeli: poenitet enim me fecisse eos.
De manera que se arrepiente Dios de haber hecho beneficios al hombre
que han de ser
para mayor daño del hombre. Luego es mayor beneficio el no
hacerle beneficios. ¡Ah,
Señor y Dios mío, qué torpes y ciegos andamos
cuando no os reconocemos esta especie
de beneficio negativo que nos hacéis!
Tiene el otro corta fortuna y, cuando mucho, dice que es castigo
de Dios. Cuando sea
castigo, el castigo también es beneficio, pues mira a nuestra
enmienda, y Dios castiga a
quien ama. Pero no es sólo el beneficio de castigarnos el
que nos hace, sino el beneficio
de exonerarnos de mayor cuenta. Tiene el otro poca salud y le parece
que está Dios
sordo, porque no oye sus lamentos. No está tal, sino haciéndoos
el beneficio de no daros
salud, porque la habéis de emplear mal. Envidiamos en nuestros
prójimos los bienes de
fortuna, los dotes naturales. ¡Oh, qué errado va el
objeto de la envidia, pues sólo debía
serlo de la lástima el gran cargo que tiene, de que ha de
dar cuenta estrecha! Y ya que,
queramos envidiar, no envidiemos las mercedes que Dios le hizo,
sino lo bien que
corresponde a ellas, que esto es lo que se debe envidiar, que es
lo que le da mérito; no el
haberlas recibido, que eso es cargo. Estimemos el beneficio que
Dios nos hace en no
hacernos todos los beneficios que queremos, y los que también
Su Majestad quiere
hacernos y suspende por no darnos mayor cargo. Agradezcamos y ponderemos
este
primor del Divino Amor en quien el premiar es beneficio, el castigar
es beneficio y el
suspender los beneficios es el mayor beneficio, y el no hacer finezas
la mayor fineza . Y si
no, díganme: Dios, que dio al Mundo su Unigénito que
encarnó y murió por el hombre,
¿qué podrá negar al hombre? Nada. Él
mismo dice: Quis est ex vobis homo, quem si
petierit filius suus panem, numquid lapidem porriget ei? Aut si
piscem petierit, numquid
serpentem porriget ei? Si ergo vos, cum sitis mali, nostis bona
data dare filiis vestris:
quanto magis Pater vester, qui in coelis est, dabit bona petentibus
se? Pues, Señor,
¿cómo la madre de los hijos del Zebedeo os pide las
sillas y no se las dais? Porque no
saben lo que se piden, y en Dios mayor beneficio es no dar, siendo
su condición natural,
porque no nos conviene, que dar siendo tan liberal y poderoso.
Y así juzgo ser ésta la mayor fineza que Dios hace
por los hombres. Su Majestad nos dé
gracia para conocerlas, correspondiéndolas, que es mejor
conocimiento; y que el ponderar
sus beneficios no se quede en discursos especulativos, sino que
pase a servicios
prácticos, para que sus beneficios negativos se pasen a positivos
hallando en nosotros
digna disposición que rompa la presa a los estancados raudales
de la liberalidad divina,
que detiene y represa nuestra ingratitud.
Y a V.md. me guarde muchos años. Vuelvo a poner todo lo dicho
debajo de la censura de
nuestra Santa Madre Iglesia Católica, como su más
obediente hija. Iterum vale.